El peso de la historia

La tarde calurosa había dejado un rojizo resol en el poniente que, ya anocheciendo, se teñía de violeta al otro lado de Madrigal de las Altas Torres. La imagen de la Villa se recortaba plomiza, sin volumen, plana y erguida, sobre este fondo de cambiante color. Recordaba los dibujos de Felipe Doyagüez, siempre silueteados, cuya técnica parecía haber aprendido contemplando su pueblo, y, un poco mas cargados de color, pero siempre planos, los esquemáticos trazos de Domingo Emilio. Veía la tierra horizontal, el cielo horizontal y levemente unido al polvo por las torres del pueblo que yacía en su sueño gris y azuloso descansando del peso de su nombre.
Lo había comprobado otra vez, cuando viví cuatro meses en el viejo convento de agustinas, donde naciera Isabel, la reina: A Madrigal le pesaba su historia, no podía sostener el recuerdo. Eran los años de la estabilización económica y la agricultura se resentía. Se trabajaba sin tregua aquel verano en que apareció la primera cosechadora y los obreros comenzaron a emigrar en mayor número a Francia, a Barcelo­na o Alemania como temporeros. Algunos muchachos sin oficio holgaban bajo los pórticos del Cristo, o en el Pradillo, tendidos en la hierba. Cuando yo bajaba por la calle empedrada del Tostado, tomaba a veces un rodeo para ver la fachada de la casa de Tata Vasco. Bajaba con los ojos cargados de historia y sorprendía en su ocio a los muchachos. Las camisas de color destacaban sobre la hierba, junto a un fondo de pasadas glorias, y, un tanto lejano, a contraluz, podían verse las ruinas del convento en que murió Fray Luis. Desde mi balcón veía una puerta de las murallas: la cal había cedido durante tantos siglos al agua y al sol que de una manera extraña se erguían casi sin base las estructuras de ladrillo. Más o menos, así debió contemplarlo aquel andariego de Salamanca del que yo repetía sus versos:

                         Tus murallas muerden el polvo,
                         Madrigal de las Altas Torres.

Pero en la noche paseábamos en la plaza junto a la fachada de San Nicolás. Muchachos, muchachas, estudiantes, braceros y chiquillos, íbamos y veníamos en charla alegre. Nadie pensaba en nada. La tierra llana daba esa horizontalidad a la vida, también si relieve, como la silueta del pueblo. Y el grupo de estudiantes en vacaciones se reunía en la bodega de uno de ellos, quizá también buscando un olvido de todo y esa llaneza en el trato que manaba de no sé qué sustancia secreta del paisaje. Se decoró absurdamente la bodega y, para festejar al amor, se escribió un aviso grande a la entrada:

                            Obradas son amores.

Por el Cristo, las calles desbordaban de gente. Se cantaba y corría en pandas alegres. Alguno llevaba tres días sin dormir. Me veía pasar y me gritaba:
-¡Eh! ¡Al toro, al toro!
Y las muchachas bajaban a la plaza con un cesto y acosaban al choto, haciendo fuerza todas en fila contra el bicho, que enredaba sus pitones en las mimbres del canasto. Todos habían vuelto a Madrigal, desde Madrid, Alemania, Barcelona, Francia, Suiza... atraídos por el gallo de la veleta de la torre. Luisito el de Pozaldez cantaba sus copillas por un duro y brincaba al final en un esfuerzo por elevar su estatura al nivel de la gente, y sus bolsillos resonaban a calderilla como platillos diminutos que acompasaran su melodía cómica. Y nos poníamos serios al estrechar su mano después de los brincos, cuando el cansancio le subía hasta la boca, abierta en una sonrisa de piedad sin malicia.
Parecía un esfuerzo por olvidar. Recordé una frase de «Azorín» en algún periódico: «Para crear, es necesario olvidar». Y tal vez todo fuese un afán de crear una vida joven, pujante, a la que un día el pasado no avergüence ni pese, porque lograron salvar la sustancia de la tradición sin perderse en un recuerdo vago y añorarte, sin vivir de las rentas de la gloria de otros, aunque nuestros, aunque queridos.
El gris del cielo oscurecía mientras nos acercábamos a Madrigal y ya las luces se adivinaban en la penumbra, titilantes. En pocos años las cosas han cambiado un tanto en Madrigal. El «boom» turístico que nos rodea ha hecho reconstruir algunos cubos y puertas de la muralla. La cal nueva, blanquísima, junto al rosa del ladrillo nos hace pensar en el nombre primitivo de la villa: Madrigal de las Albas Torres. Albas, si. Blancas de cal y de esperanza puesta en marcha cada año, cuando El Cristo llegue, y se haga carta blanca de todo, o liquidación de energías por fin de temporada.
Jacinto Herrero Esteban
Agosto de 1966.

Comentarios

Jóse ha dicho que…
Luisito el de Pozaldez, los que tenemos cierta edad nos acordamos de verle por todas las Ferias. Os incito a que hagais una galeria de personajes porpulares. En una contraportada de La llanura,en uno de esos articulos costumbristas pero brillantes, Marolo Perotas hablaba de otra criatura curiosa: el bobo de Muñomer de Peco. Yo también recuerdo, cuando D. Jésus Hedo ( por si algún joven no lo sabe profesor de lengua y literatura...), nos proponía hacer
una redaccón sobre gente popular la gran mayoria lo hacía o sobre los populares Caninas o sobre Lucio. Ahí lanzo el reto.
En cuanto al artículo, a pesar del ambiente festivo, no deja de tener el trasfondo del desempleo, la emigración y su contrapartida, las remesas de los emigrantes de los 50 y 60 contribuyeron a ayudar a los dirigentes a apuntalar la ecónomia y a su vez apuntalar también el régimen.
Lo lamentable esque unas poblaciones sufrieran más que otras, siendo su numero de habitantes incluso más bajo actualmente que el que tenian en los años 40. Los mismo ocurrió con las regiones receptoras de mano de obra, sobre todo Cataluña y las provincias vascas, que se vieron beneficiadas de esa fuerza voluntarista y joven, trabajadora, de extracto más bien bajo y sobre todo poco problematica. Ya se sabe: " más cornadas da el hambe"
La Llanura ha dicho que…
Asumimos la propuesta.

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