Un domingo con los vetones
Este domingo, 14 de abril, la
salida mensual fue hacia el sur, en busca de la historia y de la primavera.
Debíamos salir de nuestro entorno natural, las tierras llanas, la llanura
sedimentaria de nuestros parajes
agrícolas y pinariegos para buscar, siguiendo siempre el curso de
nuestro “padre” Adaja, las faldas montañosas del sistema central, próximas al
valle Amblés, y junto a las estribaciones de la sierra de la Paramera.
El día amaneció espléndido, de
esos que prometen disfrutar de la naturaleza, con mucha luz, buena temperatura
y ambiente totalmente primaveral. Como de costumbre partimos desde la plaza del
Arrabal; esta vez con nuevas caras y mayor concurrencia. Nos dirigimos por la
carretera de Ávila hacia Tiñosillos (“la senda del tumut”). El suelo del pinar
verdeguea como si se tratara de una inmensa pradera. Las abundantes lluvias del
mes de marzo prometen una fértil
primavera, rica en pastos y en panes.
Con poco tráfico a esas horas
mañaneras del domingo, nuestros conductores y sus acompañantes disfrutamos del
paseo. Tierras encharcadas tras las últimas lluvias, donde el color del cereal
verde o amarillento nos señala las zonas donde el encharcamiento ha sido más
perjudicial. Atrás queda Tiñosilllos, El Bohodón, Villanueva, Hernansancho,
Gotarrendura, Las Berlanas…. Al llegar a Ávila, la carretera nos conduce hacia
el Oeste, siempre siguiendo el curso del Adaja, hasta que lo cruzamos por un humilde
puente, acorde con su caudal y su cauce
que por estas tierras no ofrece grandes dificultades.
Llegamos a Solosancho y enseguida
a Villaviciosa, en cuyas proximidades hay que abandonar los vehículos para
emprender la subida al castro por un sendero, que en algunos tramos se muestra
abrupto y escarpado. Pero nuestros guías
nos anuncian que no se trata de una competición para ver quién llega el
primero, sino de una subida pausada que permita contemplar un nuevo paisaje al
que nuestros ojos no estaban acostumbrados. Dejamos atrás el valle y ascendemos
por una empinada cuesta, hasta llegar al acceso al castro por la puerta
occidental de su muralla. Enormes sillares graníticos nos revelan la
importancia de la fortificación y el emplazamiento del poblado nos hace pensar
que se trataba de un castro totalmente inexpugnable. Lo que los romanos
llamaban un “oppidum”. Contamos con un experto en arqueología abulense, Juan
Antonio Sánchez, que incluso hace años colaboró en tareas de prospección y
excavación de este yacimiento: el famoso castro
de Ulaca, uno de los más importantes de la provincia juntamente con el cercano
de Sanchorreja o el de la Mesa de Miranda, todos ellos próximos al valle
Amblés. Tampoco está lejos el famoso castro de Las Cogotas o el de la Tejada,
éste, de la Tierra de Arévalo, totalmente inédito, y también buscando la protección
defensiva de las escarpadas cárcavas del Adaja.
El castro tiene una antigüedad,
como mínimo, de 25 siglos y fue habitado por los vetones, una de las tribus más
importantes de la meseta central que estaban en la península ibérica cuando
llegan los romanos en el siglo III a.C. Tras la conquista de los romanos este
lugar se abandona y jamás volvió a ser habitado, por lo que se convierte en un
yacimiento fosilizado, al aire libre, de una gran extensión, que nos presenta
al desnudo sus restos, con una mínima reconstrucción. Cruzamos el poblado por
sus calles, y nos detenemos frente a uno de los monumentos más emblemáticos,
que le da a este yacimiento un relieve excepcional: “el altar de los sacrificios”. Allí sacrificaban animales en
honor a sus dioses (divinidades astrales) y la sangre de las víctimas correría por los
canalillos de la roca, para luego, en comunión, consumir las ofrendas. Allí
realizarían sus plegarias a los dioses para conseguir cosechas abundantes tanto en la agricultura
como en la ganadería, que era la base fundamental de su subsistencia. Avanzamos
hacia la llamada “sauna”, una
estancia excavada en la roca, que conserva intacta la boca del horno en forma
de arco de medio punto. Según nuestro guía, esta peculiar estancia no tenía una
finalidad higiénica, sino más bien ritual; algo tal vez reservado para
ceremonias de confirmación o iniciación de los jóvenes guerreros que se
preparaban para la guerra al entrar en la edad adulta.
Llegado este momento, nuestros
guías deciden que es la hora del almuerzo. Aprovechamos la circunstancia de que
muy cerca tenemos un conjunto de
viviendas que aún conservan sus muros de piedra hasta una altura de unos
70 centímetros, de que la parte superior de sus muros sería de arcilla y la
cubierta sería de ramas o arbustos, y
por tanto ha desaparecido. Las puertas,
que serían de madera, tampoco están. Nuestra expedición es gente de orden y de
paz, por lo que intuimos que nuestros antepasados, los vetones, nos recibirían hospitalarios
en sus bancos de piedra corridos, para compartir con nosotros nuestras humildes
viandas y nuestro estimulante verdejo de Montejuelo y la Tierra de Arévalo.
Después del almuerzo proseguimos
la marcha hacia el lugar llamado de “las
canteras”.
Allí descubrimos el lugar de
donde extraían la piedra para levantar sus fortificaciones, los muros ciclópeos
con que construían las murallas y los torreones del castro. Allí ha quedado
sobre el granito la señal de sus punzones de hierro o de madera. Allí han
quedado cortados los bloques de piedra que no llegaron a trasladarse hasta su
destino. Un trabajo inacabado, cuyas circunstancias concretas ignoramos.
Seguimos por las calles del
antiguo poblado hasta el extremo norte, el punto de máxima altura (1508 m.)
Allí se abre a nuestros pies un enorme foso natural por donde discurre el rio
Picuezo que drena las aguas de la cara norte de la Sierra de la Paramera y
donde vierten torrenteras procedentes de las últimas nieves. Si miramos hacia
el sur contemplamos cómo emerge el pico Zapatero (2.158 m.), con nieve en su
cima. Si miramos hacia el norte y el noroeste observamos la placidez del valle
por donde nace y penetra el Adaja y
después serpentea con sus suaves meandros. Hacia el nordeste contemplamos la
ciudad de Ávila, la antigua Óbila, hacia donde, según dicen algunos
historiadores, tuvieron que emigrar a la fuerza los habitantes de Ulaca, tras
la conquista romana, por prohibir estos a las tribus indígenas que siguieran
ocupando los castros fortificados. Todo un lujo de naturaleza salvaje, de recuerdos
del pasado, grabados en la sólida roca desde hace más de 25 siglos. Nos
sentimos habitantes de un mundo mágico, irreal, misterioso. Una vaca nos
contempla incrédula y desconcertada haciendo frente a uno de los dos caniches
que nos acompañaban. Una manada de caballos pasta tranquilamente en la pradera
en el lugar donde, según nos cuenta nuestro guía, se asentaba el centro
político y administrativo del “oppidum”,
lo que podríamos llamar “la
acrópolis”. La abundancia de bloques pétreos, la calidad y perfección
de los sillares graníticos nos revela la nobleza de su origen y su función.
Desde allí descendemos hacia la
puerta sur de sus murallas. Seguimos cruzando sus vías. A veces tenemos que
saltar por encima de las piedras de construcción que se interponen en nuestro
camino, la extensión de las ruinas de sus casas nos revela la desigual
importancia de sus moradores. En algunos casos se puede apreciar el desgaste de
la roca al ver la marca que dejan las ruedas sobre el pavimento. Por fin
llegamos a la puerta sur del castro vetón, bien flanqueada por las ruinas de
los entonces torreones que la protegían de sus asaltantes.
Resumiendo, una excursión muy
completa. Por la combinación de elementos paisajísticos y naturales, por el
contenido histórico cultural de la visita, por el ejercicio físico tan
saludable de la marcha, por la buena organización y el alto nivel de los guías
que nos acompañaron, por la agradable compañía de la nutrida concurrencia, por
el reconfortante almuerzo entre ruinas y praderas. Tan sólo un “pero”. No
estaba entre nosotros Chispa, que nos habría interpelado, con su habitual duda
cartesiana, sobre el fundamento de alguna de nuestras rotundas afirmaciones.
Tampoco estaba entre nosotros Juan Antonio, ni otros “cámaras” ya consagrados,
pero que estén tranquilos, que no se lo tendremos en cuenta. En fin, hasta la
próxima.
GONZÁLEZ GONZÁLEZ,
Ángel Ramón
Comentarios
¡Enhorabuena al autor que no se le paso una!
Los acompañantes nos deleitamos de lo lindo.
¡Felicidades a los organizadores!