Los Maletas
«Calderas», a los sesenta años, descarga mil doscientos sacos de cien kilos
Abril. El sol se esconde tras los tejados de la espaciosa calle de San Juan, y la plaza del Arrabal va cubriéndose de ese color gris-oscuro del anochecer.
Las campanas de Santo Domingo esparcen por la atmósfera un zumbido profundo y continuo. Entramos en el bar ‟Miejas”, de donde sale la voz en conserva de Roberto Grey, y vemos a ‟Calderas”, el popular ‟Calderas”, que está pronunciando un estropajoso e incoherente discurso patatero. Se sofoca la radio, y ‟Calderas”, encarándose con un señor, para nosotros desconocido, le dice erguido y sonriente: ‟Sí, hombre, sí; yo soy de Arévalo, a mucha honra y con mucho salero. Me llamo Pablo Canales, alias “Calderas”, puedo más que un burro y hago con mi dentadura lo que quiero. ¡Ves esta moneda de diez céntimos! Pues ésta la hago un barquillo en menos de un minuto.”
Y, efectivamente, se la lleva a la boca, le da un apretón con los colmillos, se pone feo y colorado, alza la pierna izquierda, y en menos que canta un gallo la dobló y… no dobló esa sola, sino cuatro o seis monedas de cinco y diez céntimos.
‟Calderas”, que es un bebedor de pupa, transporta de un trago una caña de blanco al fondo del estómago, y dirigiéndose al más gordo de los concurrentes le dice con voz ronca y desafiadora:
― !A usted le levanto yo con los dientes!
― ¡A que no!
― Túmbese en el suelo, por favor, estire los brazos y piernas, aflójese el cinturón.
El hombre obedece. Pablo hace presa en la correa. Resopla, ruge como un león y al primer golpe levanta aquel rígido cuerpo, ocho o diez centímetros del suelo, que, según declaración del individuo, pesa ochenta y cinco kilos.
― ¡Si yo soy una fiera! ― repetía, a la vez que se daba fuertes palmadas en el pecho.
Avanza unos pasos y, abusando un poco de la amistad que tiene en el establecimiento, coge un vaso del mostrador y de dos dentelladas le ‟multiplicó”.
― Lo mismo me como éste, que es más grueso.
― Eso será si yo te dejo― gritó enérgico y autoritario el dueño del bar. ― Te has comido ya varios y no tengo ganas de comprar más, porque ahora están muy caros.
‟Calderas” refuerza el pulmón con el lastre de Baco y exclama orgulloso y alegre:
― Yo he partido muchas veces huesos de aceituna, de dátil y de melocotón. He arrancado pedazos de las mesas de mármol y he convertido en harina tejas y ladrillos.
― ¡No gastes energías!
― ¡Me sobran muchas! Y eso que hoy, entre ‟el Rayo”, ‟el Prusiano” y yo, nos hemos descargado treinta y seis vagones de abono, los hemos apilado de quince en fondo y los hemos subido por un tablón muy largo, que a nuestro peso se cimbreaba y ponía en peligro nuestra vida. Yo poco sé de números, pero me ha tocado descargar MIL DOSCIENTOS SACOS DE CIEN KILOS, o sea que hoy han pasado por mis costillas ciento veinte mil kilos.
― Las tendrás desolladas.
― Ya están acostumbradas. Hoy me escuecen un poco, porque el superfosfato se aterrona con la humedad y se descarga muy mal.
Detrás del mostrador hay una especie de reservado que los parroquianos llaman ‟El Metro”, porque para penetrar en él hay que bajar tres peldaños.
Del sotanillo salen Isaac López, apodado ‟el Rayo” y Félix Pérez (a) ‟el Prusiano”.
― Estos son mis compañeros de fatigas― grita ‟Calderas” ― ¡Que digan, que digan! A ver si es verdad lo de los treinta y seis vagones.
― Es verdad― contesta ‟el Rayo” ― Por cierto que con el último saco, llevado en el hombro izquierdo, se ha marcado un pasodoble torero que se le he tarareado yo. Denos un tanque, Victoria, y brindemos por nuestra hermandad y por Arévalo.
― Reconozco― exclama ‟Calderas”, señalando a los dos de su cuadrilla ―que estos son jóvenes, tienen mucha fuerza y agilidad y están muy acostumbrados a manejar los sacos, pero yo, con mis sesenta años, todavía compito con ellos.
― ¿Cuántos años llevas de ‟maleta”?
― Cuarenta y cinco cargando y descargando sacos, seras, banastas o lo que salga en las paneras, almacenes y casas particulares.
― ¿Has tenido algún contratiempo?
― Sí, señor. Un día habíamos descargado ocho o diez vagones de un abono que se llama ‟Cianamida”, muy negro y polvoriento; en las etiquetas de los sacos ponía que para evitar intoxicaciones no bebiéramos vino, que bebiéramos leche; como a mí la leche no me gusta y el vino me gusta más que a los gitanos los tocinillos de cielo, me tiré medio litro al coleto, y me puse tan malito que bien creí que aquella noche la ‟señá Liebre” se quedaba viuda.
Reímos. Los tres compañeros siguen haciendo honores al blanco medinense, y nosotros vemos y observamos cómo son y cómo viven estos hombres fuertes y vigorosos, con una voluntad firme y decidida para el trabajo, sin dar importancia a esas jornadas duras y fatigosas que representan los sacos de cien kilos.
Marolo Perotas
Mayo de 1954
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