Capítulo trigésimo quinto
Que trata de la brava y descomunal batalla que Don Quijote tuvo con cueros de vino, y se da fin a la novela del curioso impertinente
Poco más quedaba por leer de la novela, cuando del camaranchón donde reposaba Don Quijote, salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo a voces: Acudid, señores, presto, socorred a mi señor, que anda envuelto en la más reñida y trabada batalla que mis ojos han visto. Vive Dios, que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza cercén a cercén como si fuera un nabo. ¿Qué dices, hermano?, dijo el cura, dejando de leer lo que de la novela quedaba. ¿Estais en vos, Sancho? ¿Cómo diablos puede ser eso que decís, estando el gigante dos mil leguas de aquí?
En esto oyeron un gran ruido en el aposento, y que Don Quijote decía a voces: Tente ladrón malandrín, follón, que aquí te tengo y no te ha de valer tu cimitarra. Y parecía que daba grandes cuchilladas por las paredes, y dijo Sancho: No tienen que pararse a escuchar, sino entren a despedir la pelea o ayudar a mi amo; aunque ya no será menester, porque sin duda alguna el gigante está ya muerto y dando cuenta a Dios de su pasada y mala vida, que yo vi correr la sangre por el suelo, y la cabeza cortada y caída a un lado, que es tamaña como un gran cuero de vino. Que me maten, dijo a esta sazón el ventero, si Don Quijote o don diablo no ha dado alguna cuchillada en alguno de los cueros de vino tinto que a su cabecera estaban llenos, y el vino derramado debe de ser lo que le parece sangre a este buen hombre.
Y con esto entró en el aposento, y todos tras él y hallaron a Don Quijote en el más extraño traje del mundo. Estaba en camisa, la cual no era tan cumplida que por delante le acabase de cubrir los muslos, y por detrás tenía seis dedos menos; las piernas eran muy largas y flacas, llenas de vello y no nada limpias; tenía en la cabeza un bonetillo colorado grasiento, que era del ventero; en el brazo izquierdo tenía revuelta la manta de la cama con quien tenía ojeriza Sancho, y en él se sabía bien el por qué; y en la derecha desenvainada la espada, con la cual daba cuchilladas a todas partes diciendo palabras como si verdaderamente estuviera peleando con algún gigante.
Y es lo bueno, que no tenía los ojos abiertos, porque estaba durmiendo y soñando que estaba en batalla con el gigante; que fue tan intensa la imaginación de la aventura que iba a fenecer, que le hizo soñar que ya había llegado al reino de Micomicón, y que ya estaba en la pelea con su enemigo; y había dado tantas cuchilladas en los cueros, creyendo que las daba en el gigante, que todo el aposento estaba lleno de vino, lo cual visto por el ventero, tomó tanto enojo que arremetió a Don Quijote, y a puño cerrado le comenzó a dar tantos golpes, que si Cardenio y el cura no se le quitaran, él acabara la guerra del gigante. Y con todo aquello no despertaba el pobre caballero, hasta que el barbero trujo un gran caldero de agua fría del pozo, y se la echó por todo el cuerpo de golpe; con lo cual despertó Don Quijote, mas no con tanto acuerdo que echase de ver de la manera que estaba. Dorotea que vió cuán corta y sutilmente estaba vestido, no quiso entrar a ver la batalla de su ayudador y de su contrario.
Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante por todo el suelo, y como no la hallaba, dijo: Ya yo sé que todo lo desta casa es encantamiento; que la otra vez en este mesmo lugar donde ahora me hallo me dieron muchos mojicones y porrazos, sin saber quién me los daba, y nunca pude ver a nadie; y ahora no parece por aquí esta cabeza que vi cortar por mis mesmos ojos, y la sangre corría del cuerpo como de una fuente. ¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemigo de Dios y de sus santos?, dijo el ventero. ¿No ves ladrón, que la sangre y la fuente no es otra cosa que estos cueros que aquí están honrados, y el vino tinto que nada en este aposento, que nadando vea yo el alma en los infiernos de quien los horadó? No sé nada, respondió Sancho; sólo sé que vendré a ser tan desdichado, que por no hallar esta cabeza se me ha de deshacer mi condado, como la sal en el agua. Y estaba peor Sancho despierto que su amo durmiendo: tal le tenían las promesas que su amo le había hecho. El ventero se desesperaba de ver la flema del escudero y el maleficio del señor, y juraba que no había de ser como la vez pasada, que se le fueron sin pagar, y que ahora no le habían de valer los privilegios de su caballería para dejar de pagar lo uno y lo otro, aún hasta lo que pudiesen costar las botanas que se habían de echar a los rotos cueros.
Tenía el cura de las manos a Don Quijote, el cual creyendo que había acabado la aventura y que se hallaba delante de la princesa Micomicona, se hincó de rodillas delante del cura, diciendo: Bien puede vuestra grandeza, alta y fermosa señora, vivir de hoy más segura que le pueda hacer mal esta mal nacida criatura; y yo también de hoy más soy quito de la palabra que os di, pues con ayuda del alto Dios, y con el favor de aquella por quien yo vivo y respiro, tan bien le he cumplido. ¿No lo dije yo?, dijo oyendo esto Sancho. Sí, que no estaba yo borracho; mirad si tiene puesto ya en sal mi amo al gigante. "Ciertos son los toros", mi condado está de molde. ¿Quién no había de reir con los disparates de los dos, amo y mozo? Todos reían sino el ventero, que se daba a Satanás; pero en fin, tanto hicieron el barbero, Cardenio y el cura, que con no poco trabajo dieron con Don Quijote en la cama; el cual se quedó dormido con muestras de grandísimo cansancio. Dejáronle dormir, y saliéronse al portal de la venta a consolar a Sancho Panza de no haber hallado la cabeza del gigante; aunque más tuvieron que hacer en aplacar al ventero, que estaba desesperado por la repentina muerte de sus cueros, y la ventera decía en voz y en grito: En mal punto y en mal hora menguada entró en mi casa este caballero andante, que nunca mis ojos le hubieran visto, que tan caro me cuesta. La vez pasada se fue con el costo de una noche de cena, cama, paja y cebada para él y para su escudero, y un rocín y un jumento, diciendo que era caballero aventurero (que mala ventura le dé Dios a él y a cuantos aventureros hay en el mundo), y que por esto no estaba obligado a pagar nada, que asi estaba escrito en los aranceles de la caballería andantesca: y ahora por su respeto vino estotro señor, y me llevó mi cola, y hámela vuelto con más de dos cuartillos de daño, toda pelada, que no puede servir para lo que la quiere mi marido; y por fin y remate de todo, romperme mis cueros y derramarme mi vino, que derramada le vea yo su sangre, pues no se piense, que por los huesos de mi padre, y por el siglo de mi madre, si no me lo han de pagar un cuarto sobre otro, o no me llamaría yo como me llamo, ni sería hija de quien soy.
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