La calle Larga

Esta calle estrecha y oscura tiene su entrada por la del Teniente García Fanjul y sale a la embellecida y adornada plaza de San Francisco
En lo antiguo, tomó el nombre del Mentidero, porque, antes de construirse las casas que forman encrucijada con la de San Juan a San Andrés, había una irregular plazoleta donde se reunía a la solana la gente ociosa y desocupada dispuesta a embrollar las vidas ajenas con maliciosos chismes, suposiciones infames y voluminosas mentiras.
A medida que crecía lo que entonces resultaba ser arrabal de la villa, la vía se fue prolongando, y tanto se prolongó, que los vecinos comenzaron a llamarla la calle Larga, denominación que luego paso a ser oficial, porque, en realidad, ha sido y sigue siendo la más larga de nuestra ciudad,
Su longitud es de 282 metros, y se albergan en sus casonas y cuchitriles 143 personas. El Ayuntamiento de 1926 se la dedicó al intrépido aviador Ramón Franco, para conmemorar el glorioso raid que efectuó, Madrid-Argentina, a bordo del aparato «Plus-Ultra».
En el numero 6 vivió Asunción Velázquez del Valle, aquella muchacha graciosa y morena, de ojos negros y nostálgicos, aquella muchacha de extraordinaria vocación artística que, en plena juventud y en la cúspide de la fama como pianista excepcional, la sorprendió la muerte el 23 de marzo de 1925.
Ocupa el numero 8 la casa conocida por la de los Montalvos. En ella dimos el ultimo adiós a don Juan José de Montalvo, doctor en Derecho y autor de dos volúmenes titulados «De la Historia de Arévalo y sus Sexmos», dos libros por los que desfila la vida arevalense de los pasados siglos, con sus templos y palacios, sus leyendas y tradiciones, sus costumbres y memoriales; dos libros que huelen a tomillo, a miera y a trigo candeal. El día que se elabore el catalogo de las buenas personas de Arévalo, este profundo cicerone figurará en puesto destacado, porque, además de haber sido un hombre bondadoso y comprensivo, era apacible y sencillo, benévolo y castizo. Arévalo sabrá recompensarle estas virtudes honrando su memoria con algo que imprima aquel carácter, aquel corazón y aquel linajudo caballero. Todavía se conserva la histórica morada de los Altamirano, con su portada de piedra, sus escudos de armas y su balcón de ángulo, que hace esquina con el angosto callejón del Paraíso, balcón donde los hidalgos pretéritos salían a tomar el fresco y a leer a los clásicos.
Un viejo y destartalado caserón de berroqueña portada, amplio portal y patizuelo empedrado me recuerda la nauseabunda escuela de don Justo Lázaro Rueda, en la que nos amontonábamos mas de sesenta niños, apretujados en largos pupitres. Y pasa también por mi imaginación el tonillo con que cantábamos la lección, los chasquidos de la vara de fresno descargada por el maestro en nuestras manos abiertas y doloridas cuando hacíamos «novillos», y los castigos de rodillas que nos imponía por pintar «tíos» y pajaritas sobre la plana de curvas o de palotes; pero. a pesar de sus gruñimientos y regañinas, nos tenia gran cariño y afecto, por lo que en Julio de 1923, ya viejecito, enfermo y achacoso, le rendimos los discípulos un intimo y merecido homenaje, en el que todos y cada uno demostramos nuestro amor y gratitud al profesor que nos enseñó las primeras letras.
Se leyeron cuartillas, telegramas y romances, e hicimos uso de la palabra Cipriano Sáez Calle, Gumersindo Vara, a la sazón Jefe de Telégrafos; Luis Martí, Aurelio Baro y este minúsculo cronista. La orquesta «La Suerte», compuesta también por hijos espirituales de don Justo, interpretó un precioso himno en honor del pobre maestro.
Junto a este severo edificio, y en lo que es hoy Auxilio de Invierno y almacenes de trigo del Servicio Nacional, estuvo instalada algún tiempo «La Benéfica», Sociedad de Socorros Mutuos que, para aliviar las dolencias de sus asociados, fundaron el 1888 don Antonio García Goñi (fondista), don Joaquín Ferrero (comerciante), don Antonio Redondo (pañero), don Emilio Carrasco (sastre), don Remigio Criado (carpintero) y don Franco Gallego (albañil). Los socios pagaban de cuota una peseta mensual, y percibían, cuando estaban enfermos, 1,50 pesetas diarias los primeros treinta días.
El recaudador, que, además, hacia las funciones de avisador, ganaba veinte duros al año y el 27 de febrero de 1944, «por falta de socios de aptitud», según consta en el acta que tengo a la vista, se disolvió la Sociedad y se acordó enviar al Patronato del Santo Hospital de nuestra ciudad el sobrante total de fondos, que ascendía a 1.275 pesetas.
Calle de leyendas y de sucesos. El 5 de marzo de 1934, un grupo de obreros parados, sin ordenes de nadie y provistos de palas, picos y azadones, comenzaron a levantar el encintado del primer trozo de la calle. El hecho insospechado llegó pronto a las autoridades, y estas, a fuerza de súplicas y ruegos, consiguieron que los afanosos jornaleros abandonaran la labor.
En el numero 42 habitó don Teodosio Vegas Marugán, hombre de reconocido mérito en la región por su inteligencia y sus conocimientos financieros. Fue profesor mercantil en el Colegio de Isabel la Católica, y puso todo su empeño y actividad en el desarrollo y desenvolvimiento de la industria harinera, siendo gerente de la fábrica de don Gerardo Martin, desplegando más tarde envidiable capacidad y gran entusiasmo en la exportación de garbanzos y piñones mondados por cuenta propia.
El espacio comprendido entre las Cuatro Calles y la plaza de San Francisco se llamó dos o tres años de Mamerto Pérez Serrano, e ignoramos el porqué no sigue evocando la memoria del inspirado vate, autor de aquellas sentimentales cuartetas que dicen así:

Igual que creo en mi madre,
lo mismo que creo en Dios,
creía yo en su cariño,
y la infame me engañó.
Campanas de mi parroquia,
campanas de San Martín,
no está muy lejano el día
en que doblareis por mí.

Y, en efecto, a los pocos días doblaron las campanas por el alma del insigne y malogrado poeta arevalense.
Calle angosta, aburrida y olvidada desde que desaparecieron las típicas y esplendorosas posadas del Gallo, la del señor Casimiro Valero y la de la tía Farruquilla. Albergues del ochocientos.
Bullicio y animación los días de mercado. Hormigueo de agricultores y gañanes, tratantes y mercaderes, arrieros y trajinantes, borriquillos escuálidos y parejas de mulas relucientes y briosas daban a esta zona las costumbres y tradiciones que poco a poco se han ido llevando para no volver, los coches de línea, las fondas, los bares y las bicicletas, con o sin motor. De todo aquel funcionamiento pintoresco y característico sólo quedan los baches de los carros, alguna que otra manta segoviana y la posada de la Tierra, cuyo nombre, por su proximidad, lo tomó de la casa de los Procuradores, que, silenciosa, aburrida y recatada, se asoma a la importante plaza del Arrabal por el raquítico agujero de la recta y estrechuca calle de Canales.

Marolo Perotas
Enero de 1955

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