LANGA Y SU OLMA

Los pueblos han evolucionado tanto en estos años, que les habría hecho falta un poco de inteligencia para asimilar el cambio.
De pequeño, en vacaciones, yo llegaba a mi pueblo y conocía todos los ruidos de la noche. El resoplido de las mulas en el corral, comiendo cebada verde. Las ranas croando en las lagunas cercanas de los prados de Narros, de la Fuente, del Juncal. Los perros que se avisaban unos a otros ladrando bajo la luna. Los gallos a media noche. El llanto del chiquillo de un vecino. La conversación a voz en grito de algún que otro trasnochador bebido. Y algo tan misterioso como el machacar el ajo de la cigüeña sobre la olma.
Después han llegado los ruidos mecánicos. La civilización de los televisores a todo volumen. Los altavoces del baile entonando la «piccolissíma serenata»; los twists de Johnny Holliday que las mozas bailan dando pequeños brincos y haciendo así con los brazos, porque no lo saben suelto, como en las capitales. Los tractores, con un popó de explosiones en su gordo tubo de escape, pequeña chimenea de las industrias del campo.
De mañana, uno siente un olor a gasoil que envuelve el amanecer húmedo de pequeñas fumatas, y de aires nuevos, mecanizados, que ensordecen lo viejo, tan natural, lo pobre. Así que cuando ayer se cayó una rama más de la olma, que era como el símbolo de todo lo que de viejo queda en el pueblo, sentí junto a la nostalgia de su verdor desaparecido, el impulso de gritar: ¡Cuidado! No se corte también nuestra historia. -Lo viejo se acaba -dice la olma cansada y rota-. Bastante tiempo he cobijado vuestras charlas a la salida de misa en los domingos de verano. Podría contaros la historia entera de este pueblo. Cuando yo haya desaparecido, quedare aun entre vosotros como una leyenda. Tal vez plantéis otra olma donde yo estuve, crecida y fuerte, y entonces comenzara ella a escuchar vuestras nuevas charlas, y de las raíces subirá mi vieja leyenda a unirse con la vuestra, siendo una larga historia que aprenderéis desde muchachos. Y en la rama más alta, por la noche, machacará su ajo la cigüeña.
Jacinto Herrero Esteban
Septiembre, 63

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