De Umberto Eco
PRIMA
Donde se llega al pie
de la abadía y Guillermo da pruebas de gran dureza.
Era una hermosa mañana de finales de noviembre. Durante la
noche había nevado un poco, pero la fresca capa que cubría el suelo no superaba
los tres dedos de espesor. A oscuras, en seguida después de laudes, habíamos
oído misa en una aldea del valle. Luego, al despuntar el sol, nos habíamos
puesto en camino hacia las montañas. Mientras trepábamos por la abrupta vereda
que serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla
que la rodeaba, similar a otras que había visto en todo el mundo cristiano,
sino la mole de lo que después supe que era el Edificio. Se trataba de una
construcción octogonal que de lejos parecía un tetrágono (figura perfectísima
que expresa la solidez e invulnerabilidad de la Ciudad de Dios), cuyos
lados meridionales se erguían sobre la meseta de la abadía, mientras que los
septentrionales parecían surgir de las mismas faldas de la montaña, arraigando
en ellas y alzándose como un despeñadero. Quiero decir que en algunas partes,
mirando desde abajo, la roca parecía prolongarse hacia el cielo, sin cambio de
color ni de materia, y convertirse, a cierta altura, en burche y torreón (obra
de gigantes habituados a tratar tanto con la tierra como con el cielo). Tres
órdenes de ventanas expresaban el ritmo ternario de la elevación, de modo que
lo que era físicamente cuadrado en la tierra era espiritualmente triangular en
el ciclo. Al acercarse más se advertía que, en cada ángulo, la forma
cuadrangular engendraba un torreón heptagonal, cinco de cuyos lados asomaban
hacia afuera; o sea que cuatro de los ocho lados del octágono mayor engendraban
cuatro heptágonos menores, que hacia afuera se manifestaban como pentágonos.
Evidente, y admirable, armonía de tantos números sagrados, cada uno revestido
de un sutilísimo sentido espiritual. Ocho es el número de la perfección de todo
tetrágono; cuatro, el número de los evangelios; cinco, el número de las partes
del mundo; siete, el número de los dones del Espíritu Santo. Por la mole, y por
la forma, el Edificio era similar a Castel Urbino o a Castel dal Monte, que
luego vería en el sur de la península italiana, pero por su posición
inaccesible era más tremendo que ellos, y capaz de infundir temor al viajero
que se fuese acercando poco a poco. Por suerte era una diáfana mañana de invierno
y no vi la construcción con el aspecto que presenta en los días de tormenta.
Humberto Eco
El nombre de la rosa
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