La calle de San Juan
Es la calle más amplia y espaciosa de todas las que componen el casco de nuestra expansiva y acogedora ciudad, midiendo en algunos puntos hasta veintisiete metros de anchura. El nombre se le dio la iglesia; esa iglesia de una sola nave, larga y estrecha, que se construyó en el siglo XV sobre la antigua ermita de San Juan, a expensas del rico linaje de los Sedeños, por cesión de la Reina Católica, y que, para construirla, tuvieron que romper un lienzo de la muralla, abriendo un pequeño arco al costado del templo que daba acceso a la villa por el sector del poniente; arco que, según la tradición, derribóse el siglo pasado por orden de Isabel ll para dar paso a su espléndida carroza, cuando fue a Galicia en busca de una nodriza que amamantara a su hijo Alfonso XII. En la iglesia, muy estimable por su traza y sus adornos, están enterrados sus fundadores; se rinde culto a su Santo Patrón, a San José, a Nuestra Señora del Carmen y a Nuestra Excelsa Patrona la Virgen de las Angustias desde el 1815, que fue trasladada del convento del Real a la iglesia que nos ocupa. Con la tierra y el cascote procedente del derribo del trozo de muralla se igualó el foso, aprovechado por los vecinos de la calle para desagüe de sus atarjeas y por el licenciado don Alonso Méndez de Parada ―el año 1586― para conducir las aguas sobrantes del desaparecido caño de la plaza del Arrabal, que, como es sabido, vertían y siguen vertiendo las de los urinarios subterráneos en el río Arevalillo, mismamente a la entrada del respetable puente de los Barros. Aunque en el siglo XVIII ya estaba bien consolidada la concordia entre los habitantes de la villa y del Arrabal, las autoridades, en evitación de fáciles y posibles asaltos, no permitieron que las casas se adosaran a la muralla, por lo que, lógicamente, al separarlas, se formó la sucia y escondida calle de la Casa Blanca, denominada así porque, mirando al Arco de la Cárcel, había una casita ―dice la tradición― habitada por una curiosa solterona que tenía la costumbre o chifladura de jalbegar la fachada cada quince o veinte días. La calle de San Juan, por su comercio y amplitud, siempre sirvió de anexo a los grandes mercados cerealistas y de apartamento de tilburis, tartanas y carritos de varas. Evoquemos la última centuria. En lo que es hoy la camisería y paquetería de Ridruejo, antes estuvo el acreditado almacén de hierros y coloniales de don Luis García y primero la oficina de las diligencias, con sus cuadras, sus jamelgos de recambio, sus cocheros colorados y risueños y su movimiento de pacientes viajeros cuando aún, no estaba construida la importante y progresiva línea del ferrocarril. Un poco más abajo, estaba el horno del tío Melitón, instalado, al fondo del estrechuco establecimiento, con sus mesas de pino, renegridas por el humo y por la grasa. En torno a ellas se sentaban labradores y ganaderos, viendo desde los desvencijados taburetes cómo se iban asando los tostones, aquellos tostones que tanta fama dieron a Arévalo y al tío Melitón. En las agonías del pasado siglo, y precisamente en la casa que hoy ocupa el señor Hurtado, fundóse el Centro Republicano, cobijándose bajo las banderas de Salmerón y Pi y Margall un centenar de hombres de bien. Un atrevido manifiesto lanzado contra la corona disolvió la sociedad el año 1903. Todavía ha llegado hasta nosotros la posada de Benito «El Arriero», enclavada al pie de la muralla, cuyas almenas ―las últimas que enhiestas se conservaban― fueron demolidas el 1923.
También lo fue para despejo y ornato de la carretera Madrid-Coruña el torreón que iba unido a la Escuela Dominical, escuela antaño destinada a la enseñanza de muchachas de servir y ahora a Acción Católica y Catequesis, presidiendo todo ello el Santo Cristo de la Fe. No quiero dejar sin citar en este artículo el famoso y concurrido café La Perla, en el que tanto y tanto se habló del invento del entonces joven Valentín Castaño. Veamos lo que dice un cronista de aquella época: «Se trata de un aparato salvavidas de grandísima utilidad para los náufragos y ofrece todas las garantías de seguridad que son necesarias en tan crítica y dolorosa situación. Se compone de un chaleco de cuero con dos globos impermeables para el aire en los costados, llevando con facilidad a la persona que los use. Tiene bolsillos para salvar valores en papel y un revólver alarma, más otros departamentos para alimentos y agua potable en caso de permanecer suspendido tres o cuatro días. Se puede guardar el equilibrio sentado, boca arriba, boca abajo y en forma vertical. Hoy 19 de agosto de 1900 ―sigue el cronista― se han hecho las pruebas en las balsas de los molinos de nuestra ciudad ante el alcalde, don Marcelino Cermeño, distinguidas personalidades y numerosísimo público. El inventor, que sólo cuenta diecinueve años, ha dado su apellido al aparato, ha recibido muchas felicitaciones por el éxito obtenido y ha sido obsequiado con una serenata por la banda municipal.» Más tarde, al edificio del café La Perla, que es donde se halla la electricidad industrial de Jaime Espí, trasladó su negocio de jamones y embutidos el señor Gregorio «El Marranero», establecimiento del más grato recuerdo por lo mucho que socorrió a los pobres desvalidos.
Temporadas hubo en las que, en llameantes fogatas, chamuscaban de mil quinientos a mil seiscientos cerdos cebones, vendiendo a bajo precio o semirregalado los bofes y las faldas a las clases menesterosas. Otra estampa popular de la calle eran las fresqueras. Los martes se solían poner a la esquina del Pavero y vendían en relucientes cazuelas de barro el apetitoso escabeche de barril, escabeche de besugo o de bonito, que, ilustrado con cebolla y aceitunas negras, era el encanto de hortelanos, alcaldes de monterilla y labradores borriqueros. Las broncas estaban a la orden del día y eran presenciadas por forasteros y desocupados, que, formando corro, oían, los insultos de las Venenas, los epítetos de la «señá» María-Benita, las palabrotas de la Tina y el retintín de la tía Monja. La vida moderna ha cambiado la calle de nombre y de tipismo; en la actualidad se llama de Calvo Sotelo, en memoria de aquel notabilísimo orador, gloria de la política española y varón de grandes prestigios y superior cultura; pero como en el número 4 paran los coches de línea Madrid-Salamanca-Zamora -Arévalo-Segovia, además del Despacho Central de la Renfe, en el 9, inaugurado el 16 de agosto de 1948, la arteria sigue teniendo su sello especial y su movimiento de baúles, maletas y bultos de diversas mercancías.
También lo fue para despejo y ornato de la carretera Madrid-Coruña el torreón que iba unido a la Escuela Dominical, escuela antaño destinada a la enseñanza de muchachas de servir y ahora a Acción Católica y Catequesis, presidiendo todo ello el Santo Cristo de la Fe. No quiero dejar sin citar en este artículo el famoso y concurrido café La Perla, en el que tanto y tanto se habló del invento del entonces joven Valentín Castaño. Veamos lo que dice un cronista de aquella época: «Se trata de un aparato salvavidas de grandísima utilidad para los náufragos y ofrece todas las garantías de seguridad que son necesarias en tan crítica y dolorosa situación. Se compone de un chaleco de cuero con dos globos impermeables para el aire en los costados, llevando con facilidad a la persona que los use. Tiene bolsillos para salvar valores en papel y un revólver alarma, más otros departamentos para alimentos y agua potable en caso de permanecer suspendido tres o cuatro días. Se puede guardar el equilibrio sentado, boca arriba, boca abajo y en forma vertical. Hoy 19 de agosto de 1900 ―sigue el cronista― se han hecho las pruebas en las balsas de los molinos de nuestra ciudad ante el alcalde, don Marcelino Cermeño, distinguidas personalidades y numerosísimo público. El inventor, que sólo cuenta diecinueve años, ha dado su apellido al aparato, ha recibido muchas felicitaciones por el éxito obtenido y ha sido obsequiado con una serenata por la banda municipal.» Más tarde, al edificio del café La Perla, que es donde se halla la electricidad industrial de Jaime Espí, trasladó su negocio de jamones y embutidos el señor Gregorio «El Marranero», establecimiento del más grato recuerdo por lo mucho que socorrió a los pobres desvalidos.
Temporadas hubo en las que, en llameantes fogatas, chamuscaban de mil quinientos a mil seiscientos cerdos cebones, vendiendo a bajo precio o semirregalado los bofes y las faldas a las clases menesterosas. Otra estampa popular de la calle eran las fresqueras. Los martes se solían poner a la esquina del Pavero y vendían en relucientes cazuelas de barro el apetitoso escabeche de barril, escabeche de besugo o de bonito, que, ilustrado con cebolla y aceitunas negras, era el encanto de hortelanos, alcaldes de monterilla y labradores borriqueros. Las broncas estaban a la orden del día y eran presenciadas por forasteros y desocupados, que, formando corro, oían, los insultos de las Venenas, los epítetos de la «señá» María-Benita, las palabrotas de la Tina y el retintín de la tía Monja. La vida moderna ha cambiado la calle de nombre y de tipismo; en la actualidad se llama de Calvo Sotelo, en memoria de aquel notabilísimo orador, gloria de la política española y varón de grandes prestigios y superior cultura; pero como en el número 4 paran los coches de línea Madrid-Salamanca-Zamora -Arévalo-Segovia, además del Despacho Central de la Renfe, en el 9, inaugurado el 16 de agosto de 1948, la arteria sigue teniendo su sello especial y su movimiento de baúles, maletas y bultos de diversas mercancías.
Marolo Perotas
Cosas de mi pueblo
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