Gandhi

En memoria de mi compañero
Ricardo Bustillo, para que se eche
unas risas desde el Paraíso.


Escribió Mahatma Gandhi en su autobiografía que la verdadera función de un abogado era unir a las partes que se habían partido como los pedazos de un botijo. Cuenta que él lo hizo así durante los veinte años en que ejerció la profesión y que por ello ni perdió dinero ni perdió su alma, pero la verdad es que Gandhi tenia pinta de comer muy poquito. El caso es que uno siempre ha procurado cumplir con esta filantrópica máxima que algunos abogados desaprensivos conocen bajo la cínica expresión de hacer el indio. Hace algunos años, cuando los Juzgados de Arévalo estaban situados en la Calle de Los Lobos, junto al puente de Los Barros (convendrán conmigo en que no es posible encontrar un lugar de nomenclatura más adecuada para ubicar una sede judicial), me lo dijo en los pasillos una clarividente señora que se acababa de arreglar con sus hermanos gracias en buena parte a la paciente labor mediadora de un servidor:

- Hay que ver qué pena que se haya hecho usted abogado, con lo buen cura que hubiera sido...

La última oportunidad de aplicar la noble deontología gandhiana se me presentó la semana pasada. Para reparar la chimenea del despacho acudió a él un fumista cubano. Se trataba de un hombre corpulento, de mediana edad, con grandes ojos saltones ligeramente turbios y enrojecidos. Al final de la tarde nos quedamos los dos solos y yo observaba que él me miraba de reojo, como no atreviéndose. En el preciso momento en que creía que iba a atacarme con alguno de los buidos utensilios de su gremio, de pronto apoyó la espalda en la pared y tapándose el rostro con las manos se echó a llorar amargamente, entre fuertes hipidos y temblores. Me confesó que llevaba varios meses atravesando una tremenda crisis matrimonial con su señora y que tras muchos sufrimientos habían acordado finalmente divorciarse, a pesar de que ambos seguían amándose con loco frenesí. Hablaba así, mientras se limpiaba con un trapo sucio unas lágrimas negras y resbalosas, como repitiendo la desgarradora letra de un bolero de Antonio Machín:

- Le encarezco que se haga usted cargo del proceso, señor, cueste lo que cueste, que yo ya lo doy todo por perdido y sin ella no soy más que un náufrago solitario muriendo de pena en medio de un mundo indiferente.

Yo no le dije nada especial pero, de nuevo espoleado por el franciscano postulado del célebre indio, le animé para que probara a escapar con su mujer un fin de semana a un sitio bonito lejos de los niños, recuperar las horas perdidas, tomarse de la mano, mirarse a los ojos, en fin, todos esos manoseados tópicos que a uno se le ocurren en estos casos y que finalmente te dejan la extenuada sensación de no haber avanzado gran cosa. Lo cierto es que varios días más tarde, cuando me lo he cruzado por el pasillo, se ha abalanzado sobre mi y me ha dado un abrazo que me ha levantado en vilo, dejándome el traje jaspeado de hollín, mientras me gritaba al oído:

- ¡Gracias helmano, cómo lo sabías, el amol es tiempo y dedicasión!.

Decidido: mañana mismo empiezo a leer la autobiografía de Emilio Botín.
José Félix Sobrino
La Llanura número 9
Febrero de 2010

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