La Plaza de San Pedro. Una crónica de antaño
La cita era en la plaza de san Pedro en una mañana que amaneció
primaveral. A mi recuerdo vino de forma inmediata lo que había leído hacía
tiempo de Marolo Perotas, el escritor que mejor ha descrito la singularidad de
Arévalo, sus paisajes y sus gentes…
“Esta plaza escondida, de hondo silencio y apartada del tráfago, está enclavada en lo más viejo del viejo Arévalo, y tomó
el nombre, igual que su barrio, de la
iglesia que desde tiempos remotísimos
se levantaba en el rellano y declive
que frente al Refugio de Pobres
Transeúntes ocupan los corrales de los
hermanos Prusiano, las casas de Manolo el Berrendo y las cijas de los herederos de José
Sáez Marinas (a) Carancha.
Según lo atestiguan historiadores castellanos, la
iglesia de San Pedro Apóstol, al ser
construida sobre un antiguo castillo se
le suponía templo de la gentilidad
consagrada a la diosa Minerva, diciendo de ella nuestro memorable paisano Ossorio Altamirano, en la «Descripción de Arévalo», «que era la mayor de
la villa y que fue capaz de que estuviese con todos sus canónigos la Santa
Iglesia Catedral de Ávila, por haberse apoderado de la capital de la
provincia Abderramán, rey de Córdoba, en el primer tercio del siglo
VIII».
Sentado ante el ordenador pienso en
cómo va a ser posible escribir una crónica de lo acontecido esta mañana de
marzo, 16 para más señas, después de conocer y volver a leer lo que el maestro
Marolo dejara escrito hace ya tanto tiempo. No hay cronistas como el de antes.
Lo más a lo que se puede aspirar, en
mi modesta opinión, es a contar lo que hoy queda de antaño, si es que queda. Lo
que hay o cuánto hemos cambiado, si es que hemos cambiado. El Refugio de Pobres
Transeúntes ha perdido el adjetivo de Pobres, no me digan la razón, puede que
sea por el empobrecimiento generalizado de la mayoría de la población tal vez,
y se encuentra ahora, año 2014, en el Polideportivo Municipal, y pretenden
algunos ediles que sirva a la vez de Albergue de Peregrinos. Si terminan
saliéndose con la suya, propongo que se nombre como Refugio de Pobres Peregrinos Transeuntes, que a mí esto de los
títulos siempre me ha gustado mucho.
En la plaza quedan unos pocos niños,
tataranietos o bisnietos de los hombres y mujeres que el maestro Marolo
conociera. Juegan a juegos muy diferentes de los de entonces, y donde se vieran
cijas, corrales, casas de labradores o de pastores y jornaleros, quedan salvo
excepciones, ruinas, muchas ruinas.
“Pasan centurias y más centurias. El templo sigue concurrido, espacioso y de fuerte y rara arquitectura, con sus tres cubos, su torre bizantina a modo de fortaleza y
su sola y anchurosa nave.
Hablan las crónicas que en abril de 1284, Sancho IV se hospedó durante cinco días en el domicilio de su capitán, don Andrés Rui Briceño, que se erigía al oeste de la plaza, residencia que perteneció al primitivo Concejo de la Villa y del que todavía hemos conocido, en la barroca fachada, un raquítico balcón de fibrosa y retorcida madera. El rey bravo y su ayudante oyen misa
grande en San Pedro y admiran el
buen gusto y la suntuosidad del
edificio.
Posteriormente, el linaje de los Briceño favorece
con su protección al sagrado recinto y
son solemnes los cultos y prácticas en él celebrados, haciéndose enterrar al lado del altar mayor don Diego Ramírez de Peralta, obispo que fue de Ciudad Rodrigo, y don
Francisco Ramírez Briceño, gobernador y
capitán general de Yucatán, Guatemala
y otros reinos, en el revoltoso
siglo XV. “
Ni rastro de la iglesia de san
Pedro, tan siquiera algún que otro trabajo arqueológico de búsqueda de restos
de nuestro común pasado. Así han venido los tiempos y las gentes que los han
dirigido.
“A mediados del XVI, Juan de la Cruz, el
místico poeta fontivereño vive su
niñez en el barrio, y es sencillo
e inocente devoto del aristocrático y
caballeresco templo. Feligresía
rica y de buen corazón. En los albores del
XVIII gustan de visitar la iglesia el
marqués de San Julián, el Licenciado
Villavita don Alfonso de Cárdenas
Vadillo, el conde de Ayala y otras
familias nobles de aquel Arévalo.
La invasión francesa y las inclemencias del tiempo deterioraron mucho la hermosa
fábrica, y en noviembre de 1847,
repentinamente se hundió la bóveda,
destruyendo la techumbre algunas
capillitas y un precioso retablo con distintas
escenas de la vida de San Pedro Apóstol. Como consecuencia, las imágenes, la feligresía y demás ornamentos del culto fueron trasladados a la también desaparecida
iglesia de San Nicolás, que se asentaba
detrás de la casa del General Ríos,
mirando a la hondonada del Cárcavo.”
Palacio que visitamos la otra
mañana, en una plaza en la que los pocos restos de familias nobles o pudientes
apenas si visitan la ciudad una o dos veces al año por breves espacios de
tiempo. Pudimos ver la figura zoomorfa, restos de antiguas arquitecturas, un
patio que invita al solaz esparcimiento de la lectura reposada entre viejas
paredes con historia, repletas de escudos nobiliarios que muy pocos son ya
capaces de contar su linaje y su historia. Con un amigo cambio impresiones
sobre los apellidos de los propietarios del palacio. General Ríos dice Marolo, del Río dice mi
amigo. Me entristece la polémica estéril pues el tiempo cubre con su arena los
recuerdos, las personas, sus vidas; y da pavor pensar que un día todo desaparecerá
y nadie recordará cómo fue.
“Ocho
o diez años estuvieron los materiales y los
escombros recordando el lugar del
hundimiento, hasta que el ingeniero
francés monsieur Bergogné los aprovechó en la cimentación del soberbio y atrevido puente del ferrocarril que se mantiene sobre el arenoso Adaja.
Todas las casas señoriales de la arcaica plaza de San Pedro fueron pasto
de las terribles teas napoleónicas; únicamente se salvó, quizá por ser de piedra
sillería, el primer plano de la antiquísima
torre de los Mirabeles, que hace
esquina con la calle de Santa María
al Picote, porque la de los abuelos
de Ríos, que según la historia se
levantaba sobre los muros de un
imponente alcázar árabe, igual que
atrás del aflictivo y azaroso barrio,
fue consumida por las llamas el mismo
día de Nochebuena del 1808.
Restaurada la casa, nació en ella, el 1849, don Vicente Ríos Careaga. A los catorce años ingresó en el Colegio de
Artillería. El 1847, por su distinción en
Monte Galdanes ascendió a capitán, y
el 76 en los combates de Elgueta y Valmaseda, alcanzó el grado de comandante.
En el Cuerpo Real de Alabarderos desempeñó importantes mandos y S. M. el Rey Alfonso XIII le nombró su ayudante,
condecorándole con la Cruz Roja de Mérito
Militar. El 1906, le granjeó con el
ascenso a General de Brigada, y en
1911 a General de División.
No
dudamos de la envidiable reputación que como
militar valiente y pundonoroso ostentaba don Vicente, pero como arevalenses amigos de la erudición
y de la imparcialidad, con confesamos que en el haber del disciplinado general no hemos encontrado «un algo» digno de su predicamento, de su rango, ni del pueblo que le vio nacer.”
El maestro
como podéis apreciar no era muy diplomático que digamos, lo cual viene a demostrar
que tal vez se confundan los que no ejercen con independencia su cometido, si
es que existe tal independencia en estos tiempos que nos ha tocado vivir.
“Hacia el mil ochocientos setenta y tantos, en la casa señalada con el número 9, vino al
mundo de los vivos don Félix Robles, de familia
pobre pero honrada. Graduóse de
bachiller y comenzó a dedicarse a la
medicina, en cuya abnegada profesión
alcanzó puestos distinguidos,
singularmente en San Lorenzo de
El Escorial, donde además de médico competentísimo,
de ciudadano generoso y de varón
preclaro, fue un alcalde excepcional.
La villa del Monasterio, reconociéndolo así, le nombró hijo adoptivo y le dedicó una plaza que honra la memoria de tan esclarecido arevalense.”
Y como
donde las dan las toman, en Arévalo no creo que llegue a la docena el número de
personas que conocieran la vida y méritos de tan insigne paisano. Y no se crea
nadie que esto es cosa de haber nacido en humilde familia, que en esta ciudad
de Arévalo pese a los títulos que ostenta, padece de mala memoria y le cuesta a
casi todos reconocer mérito, otorgar títulos o reconocimientos, poner nombre a
calles o cualquier otra acción. Me da lo mismo Carlistas que Liberales, todos son iguales como se decía antaño.
Incluso se han dado casos, como los que recordó el siempre presente José
Antonio ARRIBAS, de eliminar nombre de calles por confundir, indicador del
nivel cultural de algunos, unos individuos con otros por tener el mismo
apellido.
“No hace falta ser persona muy entrada en años para recordar aquellas famosas reuniones
de las comadres
de la plaza de San Pedro en la burlesca y consustancial solana. Unas haciendo calceta, otras peinando a sus críos, estotras zurciendo trapos,
esotras jugando a la brisca y todas
charlando a la vez.
La decapitada jarra de morapio del bodeguín del tío Guapito se escondía bajo la silla de la pérfida e insolente «mandona».
Asamblea al aire libre reidora y pendenciera. Ateneo criticón chismoso y parlanchín. Tertulia escoltada por convalecientes
aburridos y salpicada de viejos
ciáticos y de maletas tumbados a la
bartola entre chiquillería juguetona, patirraca y enclenque.
Al
pie de la casa que remozó aquel vendedor
ambulante del rico Pirulí de la Habana, unos
gitanos de los aledaños han
improvisado esta tarde de sol el
«Instituto de belleza» mular y asnal.
Un calé bronceado verdoso, provisto de tijeras y otro con un tarro de pomada, arreglan orejas, mataduras y esparavanes a tres borricos ancianos. Mañana es martes, día de mercado, y hay que presentar las bestias fragantes y juveniles.
Del Bar Puchero, bar de pilluelos y «parados», salen
palmas de tanguillo adulterado y una voz
cascada y aguardentosa, lanza un jipío flamenco que se pierde en los ámbitos de la plaza antañona, silenciosa y barriobajera”.
En la solana, que yo también, y tan bien, conocí no queda
casi nadie. Por eso bajo menos a diario a esta auténtica plaza arevalense. Son
muchos los hirientes recuerdos de personas que me enseñaron Arévalo, su pasado
y su presente. Anécdotas ya relatadas, chascarrillos, bromas, sentencias y
enseñanzas que me siguen sirviendo para ser una persona más cabal. No quedan
bares, tal es el despoblamiento de servicios. Para el autobús municipal, alguna
que otra vez pasa el barrendero por un barrio que nunca necesitó de esos servicios,
pues las vecinas barrían y baldeaban sus puertas y limpiaban los contenedores
de la basura, siempre impolutos, hasta que las vecinas han ido desapareciendo.
Los gitanos ya no esquilan burros ni mulas, ahora tunean vehículos automotores.
Mientras esto escribo recibo la cruel noticia del
fallecimiento de Ángel Ramón González, mi admirado y querido Querubín que sabe latín, y mi dolor es
cubierto por la rabia que siento ante los avatares de la Vida. Cruel y
despiadada a veces, pero me inclino por rescatar los maravillosos momentos que
me proporcionó conocer a tan bella e inteligente persona. Del que puedo decir
con orgullo que fue mi amigo, me enseñó mucho más de lo que podría llegar a
contar nunca y comprendo que si con ARRIBAS perdí un trozo de mi alma, con El Querubín que sabe latín pierdo otra
parte muy importante de mi pobre y desgastada alma, síntoma inequívoco del paso
del tiempo, se pierden amigos, y duele profundamente.
La ruina de la bodega del maestro Marolo Perotas, el lamentable estado de ruina del casco viejo de Arévalo o las cosas que quedan por hacer pasan a un lejanísimo plano. Las pérdidas de tantos seres queridos son golpes que recibimos y a punto están de doblegarnos, de hacer que nos apartemos de nuestro objetivo. Más su recuerdo supone un acicate para continuar. Por eso cuando paseamos por el callejón de la Estrella, me imagino que no está rodeado de remozadas casas modernas, sino que es como la judería cordobesa, callejuelas estrechas y tortuosas que atesoran leyendas y romances. Y cuando vuelva a pasear por ellas imaginar mil y una historia que compartir con tantos amigos que ya no están con nosotros y que no enumero porque el dolor resulta insoportable.
Fabio López
Fotografías: Colección E. Garcia Vara
y Juan C. López
Fotografías: Colección E. Garcia Vara
y Juan C. López
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