Las antiguas fotografías (Misifú)

En verano, más en invierno, se nos ocurre mirar las antiguas fotografías. Ésas en las que parece increíble que ese fuese tal o cual o yo mismo. Fotos de amigos, muchos de los cuales ya se fueron. Tristezas y alegrías que pasan un momento por nuestras cabezas; ilusiones, desilusiones, momentos para el recuerdo.
Siempre hay alguna de la que tienes un especial recuerdo, la que siempre quieres ver. La mía, una del año cincuenta y tantos, de las conocidas como la foto de carnet, o más bien del libro de familia numerosa.

En esta aparezco cogido encima de las piernas de mi padre, con las narices ligeramente descarnadas, arañadas por el gato de la casa.
Recuerdo que todo fue fruto de una discusión con el animalito, yo digo a los amigos: «Mira, aquí tuve unas diferencias con el gato»; en realidad la cosa era una lucha sobre la propiedad del suelo.

Yo, entonces tenía la propiedad, que luego se pierde como la de creer en los Reyes Magos; decía que tenía la extraña habilidad de hablar con los gatos:
«El suelo es mío... », decía el gato, «...y tú porque hayas aprendido a ‘gatear’...» -ves, palabra que tiene el origen en mí- «...no te vas a aprovechar de un territorio que siempre ha sido mío y de mis padres, incluso de mis abuelos». Yo replicaba que el suelo que pisaba era de mis padres, que lo cuidaban y limpiaban todos los días y en el que los gatos cada vez eran peor recibidos, que se fuera a los tejados a coger pájaros. Que cogiera el viejo camino que iba de la cocina al tejado de enfrente, a través de un viejo camino pegado en la pared y por el que sólo podía discurrir él solito, un pequeño reborde que salía de una doble pared, recubierta de tejas.

Él se agarraba a la cosa de que había nevado y cualquiera iba por el citado camino, vamos que a la mínima de cambio, se iba al patio y que eso de que tenía siete vidas..., vamos que si le iban a quedar seis, las quería vivir entero.

«Pues mejor sería la caza de pájaros o ratones» y le cogía y lo empujaba hacia la ventana.
Y en una de estas, fue cuando se revolvió y me arañó en las narices que fue lo que le pilló más cercano.
Yo le solté, con grandes ‘alaridos’, llantos, desasosiego y enfado porque me había dejado cazar por el “felino” de esa forma tan tonta.

Ni qué decir que el gato fue fuera de la casa, aunque con indulgencia, sólo al desván pues mi madre tuvo piedad de él o porque la resultaba más fácil indicarle el camino, a través de varios escobazos.

Cuando el gato se cansó y creyó que había transcurrido un tiempo prudencial, empezó a maullar, porque quería entrar al calorcillo de la casa. En especial a la vieja estufa de serrín, aquella que se cargaba poniendo un palo que iba por el centro hasta el umbral, la entrada del fuego, que con papeles iniciaba la combustión del serrín. Serrín al que le metíamos trozos de cristal que luego recogíamos en extrañas formas que el fuego del serrín hacía adquirir a los distintos trozos y en distintos colores; entonces las botellas tenían colores desde el blanco de la leche, al verde del vino o marrones de la cerveza. Bien, pues cachitos de esos eran los que daban formas a los residuos de la combustión del serrín; daba lugar a alambiques o extrañas figuras muy apreciadas por los niños y que equivalían a un trozo de chocolate o un cacho de bocadillo. Eran trocitos de cristal del mejor orfebre del vidrio.

Bueno, a lo que íbamos, yo esperaba al gato con la badila y vuelta a empezar. Más de una escalabradura tenía el gato en la cabeza, en el rabo. Y yo más de un arañazo en las manos, en la cara; tal para cual.

El caso es que como dicen los abuelos, no podíamos vivir el uno sin el otro.

Yo era el primero que abría la ventana de la cocina y llamaba al gato, «Tú; pasa» decía para mí, «que ya se me ocurría alguna “perrería” que hacerte» y vuelta a empezar.

Misifú, se murió, lo enterraron en las cuestas, con gran llanto de todos los niños. Menos de uno que se quedó solo y con la badila de la mano. «Éste vuelve seguro, y aquí te estaré esperando».

Yo vivía ajeno a la tremenda realidad de los acontecimientos.

No volvió y pasó un tiempo en el que a todo el mundo sacudía con la badila. Yo estaba sólo junto a la ventana y decía: «Y Micifú, ¿cuándo viene Micifú?» Misifú no volvió, y mi badila fue conocida por todo el mundo.

Mi padre, lejos de reprimirme, me reía la gracia; ya no venían visitas a esta casa, ¡qué tranquilidad!, hasta se podía dormir la siesta.

Ese año los reyes fueron generosos, ¿por qué? Mi llanto no tenía explicación.
Arévalo, final de Julio de 2010.
Juan Carlos Vegas Sánchez

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