¿Hablamos de Dios?

Hubo un día en el que el hombre, sorpresivamente, despertó a la luz de la razón. Se desperezaba de una larga noche de evolución lenta y de ruda animalidad. Tenía escrita en sus carnes la historia del universo, pues era un compendio de cuanto en el universo había ocurrido desde la misteriosa singularidad del big-bang hasta al milagro portentoso de la formación de los cerebros y, en los tuétanos de aquel ser con rasgos simiescos que entraba en los umbrales del raciocinio y de la idea, existían huellas indelebles de partículas subatómicas y de galaxias. Por sus venas circulaban ecos de monera procariota nacida en los mares hacía tres mil ochocientos millones de años junto a reminiscencias de la magna explosión de vida que tuvo lugar en la tierra durante el período cámbrico, pero, aunque el ayer seguía poseyéndole y en su masa encefálica guardaba aún rastros de reptil y nubes de inconsciencia, ¡se abría al espasmo de lo consciente, tras esa prolongada noche de física y de azar de la que llegaba!
Para el hombre, dormir en las sombras del tiempo no fue sinónimo de inactividad, ya que, mientras duró su sueño, alcanzó paulatinamente el latido, la vertebración, la sangre caliente, la mano prensil, la locomoción bípeda y la visión estereoscópica. Hace sólo sesenta y cinco millones de años era un pequeño mamífero que sobrevivió a cataclismos que aniquilaron a los dinosaurios y que él aprovechó para encontrar espacios en los que perfeccionar su lento caminar por la senda evolutiva. A base de mutaciones, se presentó en la categoría de los primates y acabó deambulando con torpe gesto y rústicos andares por glaciaciones y derivas continentales, por plegamientos montañosos y refugios de cueva, por anchas sabanas y fertilidades de humedal.

Alcanzar la luz de la mente no le trajo sólo dicha. Le asaltaron de inmediato los porqués y los miedos. Percibió que era contingente e iba a morir. Vio a otros seres en torno a él cuyo origen se cuestionó y se cuestionó también, por supuesto, su propio origen y su destino final. El dual y contradictorio mundo en el que se halló (hermoso y duro, plácido y cruel) le lanzó al rostro mil preguntas a las que no supo responder: ¿Por qué el trueno? ¿Por qué el recental y el niño, los pimpollos y el anciano, la lluvia, los pájaros, el viento…, por qué? Más allá de los horizontes a los que alcanzaban sus ojos, ¿qué habría? ¿Qué esconderían las entrañas del mar, los confines del firmamento, la mueca rígida de la muerte?

Para materializar conceptos que su cerebro, torpe aún, digería con dificultad, resumió en símbolos cuanto él no sabía expresar y lo mucho que se le escapaba en sus toscas elucubraciones de antropoide recién llegado a la aristocracia del pensamiento. Aquel hombre no abandonaría ya nunca los mitos ni los símbolos, aunque, con el correr del tiempo, fueran símbolos y mitos que iban a evolucionar como evolucionarían el color de su piel, la fisiología de su mandíbula o la fonética de su garganta.

De la cueva familiar, pasó a la tribu y a una incipiente comunidad social. Fabricó toscas herramientas, cambió su vida nómada por un ordenamiento rudimentariamente urbano y luego, sin dejar de ser cazador, se enamoró de la fertilidad de la tierra, cultivando los campos y recolectando en ellos haces de espigas.

Los siglos volvieron a transcurrir. Siglos y convivencias acabaron trayendo a los poblados poetas, hechiceros, narradores imaginativos que se atrevieron a ofrecer una inicial explicación a los enigmas que no cesaban de horadar la mente de un pobre ser ignorante siempre y siempre débil, al que le seguían torturando múltiples preguntas. Por chozas y caminos, comenzaron a circular fábulas mitológicas que “resolvían” el Misterio con nuevos e infantiles misterios de factura humana. Pero, al fin, alguien daba una tímida respuesta a las incógnitas que se planteó aquel individuo desde el origen mismo de su consciencia.

¡Y se inventaron los dioses! Eran dioses humanizados, absurdos, que justificaban con diversas teogonías el propio absurdo de los asuntos de los hombres, dioses de voluntad tan antojadiza como el destino al que todo estaba subordinado. ¡La ciencia y el conocimiento empírico de las leyes que rigen el cosmos se hallaban tan lejos aún…!

Fue en Frigia, Asia Menor, donde apareció la primera divinidad con rasgos bien definidos y de proyección universal. En efecto, allí emergió de forma consistente la Gran Madre prehistórica, la “Magna Mater”, como acabarían llamándola los latinos. Se trataba de Cibeles, máxima deidad del Medio Oriente antiguo porque existía por sí misma y porque ella alumbró, hipotéticamente, las plantas, los animales, los hombres y la pléyade infinita de dioses que vendrían después. Los frigios la habían extraído de antiquísimos cultos asiánicos con raíces neolíticas y, como idealización de la fecundidad, era el producto de una larga transformación de viejas creencias que acabaron coagulando con fuerza en los poblados hititas. De acuerdo con los atributos que se le otorgaban, Cibeles fue la creadora de los elementos esenciales: aire, tierra, fuego y agua. Personificó el inicio de todo, la causa de todo, el principio de todo lo existente y de todo lo imaginable. Muy al contrario de lo que han hecho las últimas religiones (que se complacen excesivamente con la idea de la muerte) la Cibeles frigia fue sinónimo de estallido vital, de entusiasmo y esperanza.

Montada sobre un carro al que arrastraban dos leones, a Cibeles se la representó con muy variadas manifestaciones iconográficas. Con velo, cetro y casco en forma de torre almenada o portando en sus manos la llave que abría las entrañas de esa tierra de la que brotaba la ansiada y ubérrima generosidad de bosques y cosechas. Aparecía, incluso, en paleolíticas estatuillas de barro a las que los arqueólogos dan hoy el nombre genérico de “venus”. Ella pasó a simbolizar la energía encerrada en la materia bruta, pues tenía poder sobre lo inanimado y sobre los dones de los cielos, sobre la feracidad del vientre de las mujeres o sobre el espíritu creador de los hombres. El culto, de tipo orgiástico, que le dieron los frigios se lo darían, igualmente, en otros pueblos y países, aunque en cada lugar la denominaran de forma distinta: Deméter, Rea, Semíramis, Vesta… Lo de menos fue su apelativo concreto, pues lo que importaba era el gozo órfico de la supervivencia y el anhelo de resurrección que Cibeles encarnó. A partir del emperador Antonino, tuvo ritos secretos, “misterios”, que se transmitían sólo a los iniciados. La casaron con Cronos, soberano del mundo, y le asignaron multitud de hijos que iban desde el gran Zeus a divinidades como Titán o Saturno, convirtiendo en leyenda sus amores con un joven pastor, de nombre Attis, que por ella murió y al que Cibeles devolvió a la existencia metamorfoseado en pino. Glosaban, así, el eterno hecho de la vida que se extingue para luego resucitar y la cíclica llegada de la primavera que sale anualmente de obscuros letargos y nos regala plenitud de frutos y de luz.

Aquella mujer de la que nació cuanto existe, aquella causa primera de las causas, con la decadencia del matriarcado, acabaría convertida en varón, en demiurgo, en el gran andrógino, en el primer Motor Inmóvil, en Logos, en Cero e Infinito, en Numen Innombrable, en Geómetra-Arquitecto, en Abba, en Padre, en Dios… ¡Han sido tantos los nombres y tantas las historias que hemos inventado para explicarnos la esencia de esa enigmática matriz que todo lo engendra y de la que todo fluye! Luego, al mundo civilizado llegarían grandes religiones (budismo, confucionismo, hinduismo, jainismo, taoísmo, zoroastrismo, judaísmo, cristianismo, islam…) y, agazapadas en bosques y tribus o en rincones ignotos, otras innumerables sectas animistas y chamánicas, con dioses innumerables también como las arenas del mar, ofrecerían respuestas diferentes a las preguntas siempre iguales que han seguido haciéndose los descendientes del tosco antropoide que un lejano día despertó a la luz de la razón: ¿Por qué estoy aquí? ¿Hacia dónde voy? ¿Qué sentido tienen las estrellas, y el gozo, y el dolor y el hombre que fue niño para un día envejecer y acabar atrapado por la decrepitud? ¿Qué se esconde más allá del horizonte de la vida y qué encontraremos al doblar la esquina de la muerte?

Queridos amigos que me leéis: Yo, como vosotros, soy hijo de aquel ser que un día se trepanó por primera vez las sienes con preguntas a las que absolutamente nadie ha encontrado respuestas definitivas y al gusto de todos. Mis respuestas personales son eso, personales. No pretendo imponérselas a nadie y creedme que no las considero mejores que las vuestras ni más respetables. Dejadme deciros, sin embargo, que, del largo elenco de dioses creados por los hombres, no me quedo con ninguno. Huelen demasiado a hombre. Les hemos dado voz y rostro. Les hemos pintarrajeado, les hemos colocado en posturas sedentes, subidos a montañas, ardiendo en zarzas, escondidos en olimpos o crucificados en maderos. Les hemos atribuido enojos y amores, papeles de juez o de padre, pasiones y ternuras… Es muy probable que, por este gigantesco caos de utopías y leyendas, el único Dios que se me antoja razonable se identifica con el Misterio (con mayúscula), con el Todo (con mayúscula), con lo Absoluto (con mayúscula), con lo Inefable e Intraducible (con mayúsculas), con mi humilde esperanza. Mi único Dios creíble está en dimensiones muy distintas a esta dimensión de pobre ser en la que busco, pienso y camino. Si las lombrices pudieran soñar con el Dios que las creó y que creó el humus en el que se mueven, ¿pensáis que inventarían alguno de los dioses que hemos inventado los hombres o inventarían dioses-lombriz? ¿Qué saben ellas y qué sé yo de los últimos porqués? ¿Qué sabemos nosotros de lo que no vemos ni conocemos? Como a la lombriz, ¿no nos faltarán ojos y capacidades para explicarnos lo que está en esferas ajenas a cualquier esfera humana? Hace tiempo que me limito a dejarme estremecer por el Misterio-Dios en el que habito y que habita en mis entrañas. A eso llego sólo, a dejarme inundar por el Misterio.

La ciencia, excepcional libro de la revelación del que ha de llegarnos en el futuro gran número de respuestas a incógnitas que hoy seguimos albergando, tampoco lo explica ahora todo. Sé que el libro de la ciencia es una obra incompleta, pero meticulosa, que la humanidad redacta pacientemente, una obra que no necesita dogmas que obliguen a cerrar los ojos y que somete cuanto afirma al contraste empírico de cualquier tiempo y de cualquier lugar, que no teme corregirse a sí misma ni mejorar, enriquecer y superar cualquier párrafo cuando se hace preciso. Por ella sabemos ya que estamos construidos con los mismos ladrillos del cosmos y que aquel mitológico sueño de ser parientes consanguíneos de los dioses y de estar hechos a su imagen y semejanza no fue más que un sueño; sabemos que nos hallamos a medio camino entre el átomo y la galaxia, que disfrutamos de consciencia, sí, pero que formamos parte de la naturaleza y de la verdad del universo.

¡El universo! Cuando pienso en su Arquitecto (sin definirlo ni humanizarlo ni “cosificarlo” ni darle otros atributos que el de Creador de lo que soy y lo que me rodea) sólo cuando pienso en el Gran Arquitecto del Universo, como ama definirlo la Masonería, me hallo tranquilo conmigo mismo y en posesión de la única fórmula que me parece válida para imaginarme esa “natura naturans” de la que procedo, ese Misterio que me envuelve y me fascina, que me estremece y que Cibeles encarnó entre las gentes de Asia Menor. Se trata de un Dios revelado a la humanidad entera y no a cualquier iluminado adscrito a una religión concreta; un Dios que se muestra en la pequeñez de la flor o en el ciclópeo y pavoroso crepitar de billones de galaxias recorriendo rutas siderales para nosotros inabarcables; un Dios que aletea en la secreta profundidad de nuestros anhelos y que, incomprensiblemente, da la sensación de gozar imponiendo su voz y su presencia a través de silencios y de ausencias; un Dios que intuimos, que precisamos como a esa pieza perdida sin la que, probablemente, nuestros puzles mentales nunca llegarán a completarse ni a ser perfectos.

Sí, queridos amigos, hace ya alrededor de doscientos mil años que el hombre protagonizó el maravilloso despertar que le encumbró al plano de la razón y de la búsqueda, al plano de la idea y del miedo, del íntimo gozo por el regalo de la vida y del íntimo desánimo que le atrapó ante la evidencia de que tenía que morir. A sus descendientes (y permitidme que repita esta idea una y otra vez) nos siguen asaltando en el siglo XXI preguntas absolutamente idénticas a las a que a él le torturaron cuando se halló arropado por la oscuridad de la cueva y ofuscado por la naciente luz de la razón que se le subió al cerebro. Son preguntas que parecen pegadas a la masa de nuestra sangre: ¿Qué somos, de dónde procedemos, qué verdades esconden los abismos insondables del macrocosmos y del microcosmos, hacia dónde nos dirigimos, cuál ha de ser nuestro comportamiento para habitar, con la mayor dignidad posible, este corto período de existencia que se nos da? ¿Hay Alguien trascendente (más allá de la última estrella que da fin a la última galaxia) o hay Algo inmanente (de lo que formemos parte los seres animados e inanimados que poblamos el universo) que sea la causa de cuanto existe, de cuanto sabemos y de cuanto ignoramos?

Como en el pasado, hoy formulamos con símbolos respuestas sin palabras a incógnitas que no sabemos despejar. Por eso quizá, el masónico símbolo de Gran Arquitecto me resulta en la actualidad la idealización perfecta del principio activo en el que apoyar mis búsquedas y mis soluciones, como otros las apoyaron en aquella Magna Mater que, según viejas teologías, engendró cuanto existe. Quizá sólo él (aunque hablo de “él” lo considero asexuado y libre de cualquier reflejo humano) quizá sólo él asuma con plenitud la alegoría de la fecundidad cósmica. Quizá él y sólo él represente la realidad arcana que todo lo construye, el Oriente esplendoroso que ha de enviarnos algún día a los hombres, por los caminos de la ciencia o del conocimiento interior, la Luz que incansablemente buscamos. A esa Luz, a ese Oriente, a ese Gran Arquitecto es al que rezo en cada instante de mi vida. Lo hago con la única oración que sé recitar, una oración atribuida a Marco Tulio Cicerón y que me gustaría musitaran mis labios antes de exhalar el último aliento: Causa causarum, miserere mei, “Causa de todas las causas, compadécete de mí”.
Adolfo Yañez

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