¿ATENTADO FERROVIARIO EN ARÉVALO?
Adolfo Yáñez
Para los arevalenses, el amanecer del 11 de enero de 1944 fue un amanecer de pesadilla. Muy cerca de la estación del ferrocarril, la fría noche invernal se vio convulsionada de repente por los gritos de pobres seres que se desangraban atrapados en un amasijo dantesco de hierros. Cientos y cientos de personas morían allí reclamando auxilio desde los restos de un tren que acababa de descarrilar.
Alertados por sus conciudadanos de la estación, los habitantes de Arévalo se pusieron en pie presurosos y corrieron con carros y borriquillos hasta el lugar de la tragedia para socorrer a los heridos, arroparles con mantas, depositar en las escuelas públicas infinidad de cadáveres y atender en sus propias casas a quienes lo necesitaban. Fue una ayuda masiva y espontánea la que se dio en tan malhadada noche a gentes que nadie conocía. Y fue un acto cívico ejemplar que las autoridades de entonces premiaron permitiendo que la muy noble, muy ilustre, muy leal ciudad de Arévalo pudiese lucir también en su escudo un título más: el de muy humanitaria.
Toda mi vida estuve oyendo hablar del accidente y accidente lo consideré hasta que alguien que parecía saber muy bien de lo que hablaba me dijo que olvidara esa palabra. En lo sucesivo, según él, debía denominarlo sabotaje. Quien me instó a cambiar de opinión era una persona mayor, pero lúcida y seria. Corría el verano de 1982 y, circunstancias que eludo porque alargarían este relato, me llevaron a conocer en su pueblo navarro de Lerate, valle de Guesalaz, a un sacerdote que nos atendió a mi mujer y a mí con enorme jovialidad. Sin embargo, el brillo amable de sus ojos cambió bruscamente cuando le manifesté el nombre del lugar en el que yo había nacido.
- ¿Arévalo? ¿Eres de Arévalo?, me preguntó casi con angustia en el rostro. Y, cuando le confirmé que soy arevalense, me preguntó si había oído hablar de la catástrofe ferroviaria que tuvo lugar en mi ciudad en 1944. Al comentarle que los detalles de la desgracia se transmitían entre nosotros de una generación a otra, le añadí con orgullo que el ministro de la Gobernación, don Blas Pérez, otorgó a mis paisanos el 28 de diciembre de 1945 la Gran Cruz de Beneficencia con distintivo blanco y negro, en reconocimiento a su maravillosa actitud ante el “accidente”.
- No, no lo llames así, recalcó varias veces. Aquel tren debí haberlo cogido yo. Incluso tuve comprado el billete, pero un informador amigo me avisó de que ese convoy iba a sufrir un sabotaje de los maquis y me rogó de forma apremiante que me olvidara de viajar en él. Aunque le hice caso sin creer plenamente que fuese a ocurrir el atentado, la verdad fue que mi decisión de esperar me salvó la vida.
De la sinceridad del viejo cura navarro a mí no me ha cabido nunca la menor duda. Fue mucho el énfasis que puso en cuanto decía. Y fue muy elocuente el gesto serio que reflejaba su cara. Se llamaba Jesús Ancín Lizarraga. Los vecinos de Lerate le estimaban sobremanera por las obras caritativas que ejercía a diario con los pobres. Pertenecía a la Casa Burunda y, durante la Guerra Civil, estuvo como capellán de requetés en las filas del ejército rebelde, llegando a gozar luego en la capital de España de acceso directo a los despachos de importantes personajes del régimen. Esas influencias las utilizó a favor de sus feligreses, pues consiguió para ellos, mediante continuos desplazamientos a Madrid, carreteras que jamás se hubieran construido sin la ayuda de alguien que tuviese “vara alta” en los ministerios. En efecto, el bellísimo valle de Guesalaz está rodeado de innumerables montes y un gran pantano, el de Alloz, complicaba todavía más cualquier trabajo de ingeniería por aquellos parajes, pero don Jesús conocía las puertas a las que debía llamar y logró hacer realidad las infraestructuras viarias que allí se necesitaban.
La inesperada revelación del párroco de Lerate me dejó atónito. Más tarde, se me han ocurrido mil preguntas que debía haberme atrevido a formularle. ¿Fueron sus amigos de la policía franquista los que le avisaron porque poseían información de que algo muy gordo se preparaba en el tren? ¿Nadie retuvo la salida del expreso al no conocerse con precisión los detalles de los saboteadores y, en tales circunstancias, pareció mejor no crear innecesarias alarmas ante hechos que a lo mejor no se cumplían? ¿O su salvador fue alguien próximo a la propia guerrilla de los maquis (a los que don Jesús Ancín atribuía la acción) y que, a punto de terminar ya la Guerra Mundial, se disponían a entrar a millares pocos meses después por el valle de Arán? De ser cierta esta segunda hipótesis, de nada hubiera servido delatar al informante, pues a éste le habrían fusilado, él hubiese tenido múltiples problemas, a pesar de su cercanía a la dictadura, y los muertos no hubieran vuelto a la vida.
Los historiadores cuentan que los atentados ferroviarios fueron numerosos en los inicios de los años cuarenta tanto en Francia (contra los alemanes) como en España (contra el régimen salido de la Guerra Civil). Aquí no dejaron de producirse, pues hubo republicanos muy activos que jamás se dieron por derrotados y que se escondieron en campos y ciudades, saliendo sólo de sus guaridas para servir violentamente la causa en la que creían. Otros enemigos de Franco atravesaron los Pirineos en 1939, se unieron al maquis francés, copiaron los métodos de desestabilización que los galos practicaban y acabaron haciendo frecuentes incursiones por la Península con sabotajes que cometían por toda la geografía nacional y que se incrementaron, precisamente, a partir de 1944. La prensa española los silenció casi siempre o los infravaloró en sus consecuencias y en el número de muertos que provocaban para no reconocer que al franquismo se le seguía hostigando con las armas en la mano. Pero la reiterada sucesión de acciones guerrilleras forzó a las autoridades a dictar, con fecha 18 de abril de1947, el denominado Decreto-Ley de Represión del Bandidaje y el Terrorismo.
Me parece ver todavía a aquel cura esbelto, de no muchas carnes, afable y perspicaz, que nos recibió en su casa parroquial de Lerate, hoy convertida en pisos. Me parece contemplarle envuelto en la negra sotana que, por lo que me han dicho luego, no abandonaría hasta que murió con 95 años cumplidos. Narro hoy públicamente por primera vez (sin quitar ni añadir un ápice) lo que ese hombre nos dijo a mi mujer y a mí. Y dejo aquí constancia de su nombre y apellidos, de dónde y cuándo nos hizo tan extraña revelación para que mis lectores saquen las conclusiones que crean oportunas. Quizá un joven investigador arevalense, algún día, desee ahondar en la tragedia del 11 de enero de 1944 y encuentre en los polvorientos archivos de la Dirección General de Policía, si es que nadie los ha destruido aún, datos que confirmen o desmientan el sorprenderte secreto que don Jesús Ancín Lizarraga nos transmitió en el verano de 1982. Era un secreto que él (poco proclive a comentar sus andanzas en Madrid y sus años de capellán castrense) no había confesado siquiera a la sobrina que le cuidaba. Al oír el nombre de Arévalo, ¿le entraría un súbito deseo de abrir la conciencia a alguien y compartir, al fin, lo que durante tantos años ocultó?
Para los arevalenses, el amanecer del 11 de enero de 1944 fue un amanecer de pesadilla. Muy cerca de la estación del ferrocarril, la fría noche invernal se vio convulsionada de repente por los gritos de pobres seres que se desangraban atrapados en un amasijo dantesco de hierros. Cientos y cientos de personas morían allí reclamando auxilio desde los restos de un tren que acababa de descarrilar.
Alertados por sus conciudadanos de la estación, los habitantes de Arévalo se pusieron en pie presurosos y corrieron con carros y borriquillos hasta el lugar de la tragedia para socorrer a los heridos, arroparles con mantas, depositar en las escuelas públicas infinidad de cadáveres y atender en sus propias casas a quienes lo necesitaban. Fue una ayuda masiva y espontánea la que se dio en tan malhadada noche a gentes que nadie conocía. Y fue un acto cívico ejemplar que las autoridades de entonces premiaron permitiendo que la muy noble, muy ilustre, muy leal ciudad de Arévalo pudiese lucir también en su escudo un título más: el de muy humanitaria.
Toda mi vida estuve oyendo hablar del accidente y accidente lo consideré hasta que alguien que parecía saber muy bien de lo que hablaba me dijo que olvidara esa palabra. En lo sucesivo, según él, debía denominarlo sabotaje. Quien me instó a cambiar de opinión era una persona mayor, pero lúcida y seria. Corría el verano de 1982 y, circunstancias que eludo porque alargarían este relato, me llevaron a conocer en su pueblo navarro de Lerate, valle de Guesalaz, a un sacerdote que nos atendió a mi mujer y a mí con enorme jovialidad. Sin embargo, el brillo amable de sus ojos cambió bruscamente cuando le manifesté el nombre del lugar en el que yo había nacido.
- ¿Arévalo? ¿Eres de Arévalo?, me preguntó casi con angustia en el rostro. Y, cuando le confirmé que soy arevalense, me preguntó si había oído hablar de la catástrofe ferroviaria que tuvo lugar en mi ciudad en 1944. Al comentarle que los detalles de la desgracia se transmitían entre nosotros de una generación a otra, le añadí con orgullo que el ministro de la Gobernación, don Blas Pérez, otorgó a mis paisanos el 28 de diciembre de 1945 la Gran Cruz de Beneficencia con distintivo blanco y negro, en reconocimiento a su maravillosa actitud ante el “accidente”.
- No, no lo llames así, recalcó varias veces. Aquel tren debí haberlo cogido yo. Incluso tuve comprado el billete, pero un informador amigo me avisó de que ese convoy iba a sufrir un sabotaje de los maquis y me rogó de forma apremiante que me olvidara de viajar en él. Aunque le hice caso sin creer plenamente que fuese a ocurrir el atentado, la verdad fue que mi decisión de esperar me salvó la vida.
De la sinceridad del viejo cura navarro a mí no me ha cabido nunca la menor duda. Fue mucho el énfasis que puso en cuanto decía. Y fue muy elocuente el gesto serio que reflejaba su cara. Se llamaba Jesús Ancín Lizarraga. Los vecinos de Lerate le estimaban sobremanera por las obras caritativas que ejercía a diario con los pobres. Pertenecía a la Casa Burunda y, durante la Guerra Civil, estuvo como capellán de requetés en las filas del ejército rebelde, llegando a gozar luego en la capital de España de acceso directo a los despachos de importantes personajes del régimen. Esas influencias las utilizó a favor de sus feligreses, pues consiguió para ellos, mediante continuos desplazamientos a Madrid, carreteras que jamás se hubieran construido sin la ayuda de alguien que tuviese “vara alta” en los ministerios. En efecto, el bellísimo valle de Guesalaz está rodeado de innumerables montes y un gran pantano, el de Alloz, complicaba todavía más cualquier trabajo de ingeniería por aquellos parajes, pero don Jesús conocía las puertas a las que debía llamar y logró hacer realidad las infraestructuras viarias que allí se necesitaban.
La inesperada revelación del párroco de Lerate me dejó atónito. Más tarde, se me han ocurrido mil preguntas que debía haberme atrevido a formularle. ¿Fueron sus amigos de la policía franquista los que le avisaron porque poseían información de que algo muy gordo se preparaba en el tren? ¿Nadie retuvo la salida del expreso al no conocerse con precisión los detalles de los saboteadores y, en tales circunstancias, pareció mejor no crear innecesarias alarmas ante hechos que a lo mejor no se cumplían? ¿O su salvador fue alguien próximo a la propia guerrilla de los maquis (a los que don Jesús Ancín atribuía la acción) y que, a punto de terminar ya la Guerra Mundial, se disponían a entrar a millares pocos meses después por el valle de Arán? De ser cierta esta segunda hipótesis, de nada hubiera servido delatar al informante, pues a éste le habrían fusilado, él hubiese tenido múltiples problemas, a pesar de su cercanía a la dictadura, y los muertos no hubieran vuelto a la vida.
Los historiadores cuentan que los atentados ferroviarios fueron numerosos en los inicios de los años cuarenta tanto en Francia (contra los alemanes) como en España (contra el régimen salido de la Guerra Civil). Aquí no dejaron de producirse, pues hubo republicanos muy activos que jamás se dieron por derrotados y que se escondieron en campos y ciudades, saliendo sólo de sus guaridas para servir violentamente la causa en la que creían. Otros enemigos de Franco atravesaron los Pirineos en 1939, se unieron al maquis francés, copiaron los métodos de desestabilización que los galos practicaban y acabaron haciendo frecuentes incursiones por la Península con sabotajes que cometían por toda la geografía nacional y que se incrementaron, precisamente, a partir de 1944. La prensa española los silenció casi siempre o los infravaloró en sus consecuencias y en el número de muertos que provocaban para no reconocer que al franquismo se le seguía hostigando con las armas en la mano. Pero la reiterada sucesión de acciones guerrilleras forzó a las autoridades a dictar, con fecha 18 de abril de1947, el denominado Decreto-Ley de Represión del Bandidaje y el Terrorismo.
Me parece ver todavía a aquel cura esbelto, de no muchas carnes, afable y perspicaz, que nos recibió en su casa parroquial de Lerate, hoy convertida en pisos. Me parece contemplarle envuelto en la negra sotana que, por lo que me han dicho luego, no abandonaría hasta que murió con 95 años cumplidos. Narro hoy públicamente por primera vez (sin quitar ni añadir un ápice) lo que ese hombre nos dijo a mi mujer y a mí. Y dejo aquí constancia de su nombre y apellidos, de dónde y cuándo nos hizo tan extraña revelación para que mis lectores saquen las conclusiones que crean oportunas. Quizá un joven investigador arevalense, algún día, desee ahondar en la tragedia del 11 de enero de 1944 y encuentre en los polvorientos archivos de la Dirección General de Policía, si es que nadie los ha destruido aún, datos que confirmen o desmientan el sorprenderte secreto que don Jesús Ancín Lizarraga nos transmitió en el verano de 1982. Era un secreto que él (poco proclive a comentar sus andanzas en Madrid y sus años de capellán castrense) no había confesado siquiera a la sobrina que le cuidaba. Al oír el nombre de Arévalo, ¿le entraría un súbito deseo de abrir la conciencia a alguien y compartir, al fin, lo que durante tantos años ocultó?
Comentarios
El libro fue publicado en 1940.