La dignidad humana

   La prensa, la radio y la televisión dijeron y escribieron que ella era una mujer anciana, que vivía sola en un piso bastante grande, y que parecía un almacén de tanta cosa como en él había, y su dueña siempre iba muy compuesta, aunque usaba vestidos del tiempo de Maricastaña y sombreros que eran la irrisión verdaderamente, habían informado la portera y algunas vecinas.

   —Y es una vecina de las de buenos días, buenos días, y buenas noches, buenas noches. Y ni una palabra más— dijo otra vecina.

   Y nadie había cruzado más de dos palabras seguidas con ella, es de las de sí, sí, y no, no, y gracias, gracias.

   —O como si fuese forastera, salvo que preguntaba siempre si alguien estaba enfermo o pasaba algo, y si podía ella ayudar, —insistió dos o tres veces otra mujer de entre las vecinas que se agolpaban en torno a un equipo de la televisión que estaba allí.

   —Tampoco nadie de nosotras ha entrado jamás en su casa, como no sea doña Rosa, la vecina de pared con pared con ella, que también es de las silenciosas. O una servidora, un día que ella se mareó en la escalera, porque nunca cogía el ascensor ni para subir ni para bajar, y la subimos entre doña Rosa y yo.

   Y lo que la había extrañado a ella era que había allí más cachivaches que muebles, y que no tenía comedor o salón, ni vio una televisión por ninguna parte, explicó también a los de la televisión precisamente. Aunque luego lo que la locutora dijo fue que lo que había allí, en la casa y llamaba la atención, era un montón de muñecas, libros raros, un maniquí vestido con un uniforme militar antiguo, y una calavera de verdad con una corona de flores artificiales. Y luego pusieron también una vista del cuarto de los trastos, en el que, aparte de las fregonas y una lavadora antigua, había tantas otras cosas que parecía un tenderete del rastro, con veladores pequeños incluso, o máscaras rotas. Y dieron a entender en la tele, por la forma en que lo contaron, que no andaba ella muy bien de la cabeza.
   Pero el hecho, puro y simple, era que la vecina más vecina de ella, doña Rosa, que era viuda y también vivía sola, había llamado a la puerta de ella, aquel día, hacia las seis o seis y poco, como todas las mañanas, y no había respondido nadie, de manera que, tras insistir un buen rato, se asustó, y había llamado a la policía, para que con una ganzúa o llave maestra o especial descerrajase la cerradura, pero no hizo falta porque enseguida se dieron cuenta de que sólo estaba echado el pestillo.
   Entraron los dos policías y doña Rosa, y allí la encontraron durmiendo tan plácidamente, que a ella la daba pena despertarla, aunque los dos policías se salieron del dormitorio para que doña Rosa la despertase, y, desde luego, para que la durmiente no se asustase. Y, cuando se despertó, miró allí a su amiga al pie de la cama, se sonrió, y dijo:

   —¡Perdóneme, Rosa! Ya veo que he vuelto a olvidarme cerrar la puerta con llave; pero es que anoche me acosté muy tarde, porque estaba rendida. Voy a vestirme, si me permite.

   De manera que doña Rosa salió del dormitorio, cerrando la puerta, y les comunicó a los policías que doña Asun se había quedado dormida simplemente, y les pidió excusas por la molestia.

   —¿Está segura que no necesita nada esta señora que vive sola?

   —No. No necesita nada. Tiene una vida tranquila, y mucha salud, gracias a Dios. Yo soy mucho más joven, y, si voy andando con ella, a poco que me descuide, me deja atrás.

   Y, cuando la policía se fue, ella volvió al dormitorio de doña Asun sin hacer un ruido como pisando sobre almohadillas como los gatos, que era como se andaba en aquella casa, y doña Asun, la explicó a su amiga que, mirando la noche pasada el marco de plata de una fotografía de su madre, se dio cuenta de que la plata necesitaba un repaso, y no lo quiso dejar para el día siguiente; y lo que pasó fue que tardó lo suyo en encontrar el jabón de limpiar la plata, y luego se puso a restregar con todas sus fuerzas, hasta que la plata deslumbrase, y la llevó tiempo y se cansó también de veras, así que se había ido rendida a la cama, y había dormido de un tirón.
   Y luego ya charlaron de otras cosas, mientras doña Rosa la ayudaba a preparar su té y su tostada del desayuno.
   Y ya no pasó más.
   Pero, a los tres o cuatro días, fue cuando se presentaron los de los «Servicios de Atención a las Personas Mayores», que seguro que la policía tenía obligación de dar un parte de lo que hacían, y, al darlo se enteraron, y llegaron muy amables, pero muy preguntones, y la insinuaron que lo mejor para ella era irse a una residencia, de pago o no, eso ya se vería.

    —Pues ¡muchas gracias! —dijo doña Asun—; pero, cuando necesite ayuda ya la pediré, y lo que es mejor o peor para mí lo sé yo solita, y, desde luego, no las autoridades.

    —Ya vemos que no tiene televisión, ¿y qué hace usted por las noches, por ejemplo?

  —Pues hago muchas cosas. Entre otras, solitarios. Casi toda mi vida no he hecho otra cosa que solitarios, y no me ha ido mal.

   —¿Es que la gusta mucho jugar a las cartas?— preguntó la psicóloga que era uno de los dos miembros de los Servicios de Atención a las Personas Mayores que habían venido a visitarla.

   —¿Las cartas? Ni las conozco. Pero los solitarios no se hacen con las cartas.

   —¿No? ¡Qué curioso! ¡Diga, diga!¡A ver! ¡A ver!

   —No hay nada que ver, señora mía. ¡Hay que pensar!

   Los solitarios se hacen con ideas, pensares, y conversaciones.

   —¿Y qué piensa usted?, si puede saberse.

  —¡Pues mire usted, hija! Unas veces en personas vivas o muertas, otras en cuando yo hacía de Ofelia, que lo hacía muy bien mientras yo estaba escuchando al príncipe Hamlet con la calavera de Yorick en sus manos; y casi siempre, o todas las noches, en mi salvación, por si le parece a usted poco asunto para hacer solitarios.

  —¡Qué interesante! —comentó la psicóloga.

  —¡Claro que es interesante!

  Y hubo, entonces un embarazoso momento de silencio, que uno de los tres visitantes rompió preguntando:

  —¿Y vive sola?

  —Sí, sí.

  —¿Y sale de casa?

  —¡A veces!

   Pero doña Rosa, su vecina amiga, dijo luego, que sin embargo, no dijo ni una sola palabra de sus salidas a lo que ella llamaba «la exposición», juntamente con su amiga Clara.
   Esto es, cuando iban bastantes días a una cafetería a tomarse su té y sus pastas, que lo pasaban muy bien con sus recuerdos y observando, pero mucho más cuando se enteraban, o hasta oían en un descuido los comentarios de los demás, que decían de ellas que eran dos loros, dos cacatúas, o dos momias.

   —Tú estás mejor momificada que yo, Asun. No tienes ni una arruga.

   —Y tú tienes pecas en la cara y reflejos más bonitos en el pelo, Clarita.

   —Cuando éramos jóvenes les parecíamos vacas de estazar, y oíamos continuamente hablar de piernas, y de glándulas —decía Clara.

   —Es la cultura, que se ha vuelto ahora egiptóloga y decorativa, Clarita.

   Y doña Rosa se acordaría siempre de aquel día en que sacaron a la calle unas pamelas eduardianas de un rojo muy vivo, con casi una frutería entera de adorno, y grandes como sombrillas, que en el café tenían que sentarse tan separadas que ocupaban dos mesas. O el día en que doña Asun llevaba puesta una casaca de seda blanca, que era la del maniquí vestido de militar que tenía en casa, o de «un teniente de Tolstói», como decía ella, aunque doña Rosa, no sabía muy bien lo que quería decir; u otro día en que ellas sacaron una muñeca bien grandecita que hacía punto, y toda la cafetería había quedado pasmada.
   Pero como los de los Servicios de Atención a las Personas Mayores vieron que, por muchas preguntas que hicieran, no contestaba más que síes, noes, o qué-sé-yos, ya se levantaron para irse, aunque dijeron que volverían dentro de algunas semanas, para que ella pensara durante todo ese tiempo lo que la proponían; y sobre todo en qué sería de ella si la daba algo. Y ella, entonces sonrió un instante, se dirigió a un armarito donde en el vasar de abajo, y encima de un libro, estaba la calavera con una corona de pequeñas flores azules de tela, se puso la corona en su cabeza, la calavera en sus manos, y declamó:

   —«Pobre Yorick! Yo le conocía, Horacio: era un tipo muy divertido y de enorme fantasía. Más de mil veces me llevó a su espalda...Aquí están los labios que besé tantas veces.
   ¿Dónde están tus chanzas? ¿Dónde las piruetas y las tonadillas? ¿Dónde las salidas de tono que hacían dester nillarse de risa a todos los comensales? ¿Ni un chiste ahora para reírte de tu propio aspecto? ¡Qué fúnebre pareces! ¡Vete ahora a la alcoba de mi dama, y dila que se ponga un dedo de afeites para acabar al fin lo mismo. ¡Díselo! Y que se ría».

   Los de los Servicios se quedaron helados, y también con las palmas de las manos dispuestas a aplaudir, pero ella se lo impidió.

   —¡Muchas gracias! Pero no es para aplaudir este parlamento. Es también para que se lo piensen ustedes.

   Y no hubo más, y se despidieron enseguida los de los Servicios de Atención; pero cuando doña Rosa contó todo esto al médico que ya iba a jubilarse y era muy amigo de doña Asun, éste la contestó.

   —¡Pues, ahora, si ha pasado todo eso que usted dice, y la televisión ha dicho lo que ha dicho: que la autoridad va a decidir ingresarla en una Residencia para que viva sus años con dignidad humana, ahora es cuando se la llevan sin remedio, doña Rosa!

   —¿Y adónde se la van a llevar con lo que es capaz de decir a la gente que la deja paralizada?

   Tenía que haberla visto él, cuando se ponía aquel vestido blanco, la corona de rosas en la cabeza, con la calavera en sus manos, y diciendo aquellas cosas que decía, tan temerosas, que hasta los de los Servicios de Atención se habían quedado como viendo visiones y sin saber qué hacer.
   Y esto sí que la parecía a doña Rosa la dignidad humana, dijo.

Comentarios

chispa ha dicho que…
Genial... como siempre.

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