El arroyo de la Mora

A veces, los retazos de datos históricos, las carencias de datos concretos, la necesidad que tienen los pueblos de encontrar argumentos para justificar ser mejores que otros, más importantes, o la búsqueda de explicar realidades que pueden intuirse pero a las que es difícil dar un sentido, hacen surgir las leyendas.
Una leyenda es una narración tradicional que incluye elementos ficticios y que se transmite de una generación a otra. Se ubica en un tiempo y lugar que resultan familiares a los miembros de la comunidad, lo que aporta al relato cierta verosimilitud y sirve, además, de reafirmación de los valores comúnmente aceptados por el grupo a cuya tradición pertenece.
Entre las leyendas que encontramos en nuestras tierras queremos hoy hacer mención de una que no por no ser exclusiva es menos hermosa. Casi con el mismo argumento, bien sea una cueva, un estanque, un lago o un prado de la Mora, esta misma leyenda se conservan en multitud de lugares de nuestra geografía nacional, y nos relata, casi de forma invariable, los amores de la hija de un acaudalado moro con un caballero cristiano, amores que, casi siempre, acaban con la marcha del caballero y la muerte violenta de la joven enamorada.
En nuestro caso la leyenda local está referida a un arroyo, el arroyo de la Mora en Arévalo.
Es este un pequeño cauce, casi siempre seco, que nace muy cerca de Martín Muñoz de las Posadas en la provincia de Segovia, y que allí se le llama arroyo del Prado Lavajo.
Después de algunos centenares de metros de recorrido toma ya el nombre con el que nosotros le conocemos, el de la Mora. Atraviesa la Dehesa en dirección sur norte y serpentea lentamente con un ligero desvió hacia el oeste, acercándose poco a poco hacia el Adaja.
Al llegar a la altura de la ciudad de Arévalo, en el sitio de la Loma, se encuentra con el arroyo del Cañazo y sigue aún hacia el norte hasta el límite de provincia con la de Segovia.
Justo allí, al lado de nuestro viejo cementerio, se encuentra con el Carias, que baja desde Martín Muñoz de la Dehesa y Rapariegos. Juntos ambos, aúnan su rumbo hacia el norte y buscan ya, un poco más lejos, el encuentro con el río Adaja, en el término municipal de Donhierro.
Para conocer la leyenda tenemos que confiar en Emilio García Vara, uno de los antiguos redactores de La Llanura Histórica y que nos la relata en estos estrictos términos:
Muy próximo a la ciudad de Aré­valo, pero ya en término municipal de Martín Muñoz de la Dehesa, pa­sado el ferrocarril del Norte, existe un puentecillo en la carretera de Arévalo a Fuente de Santa Cruz, en el que se reúnen las aguas de dos riachuelos o arroyos. Uno titulado el Arroyo de Carias y el otro, el titula­do Arroyo de la Mora.
Corría el año 1467 y reinaba Enri­que IV que tenía su corte en Arévalo, en el Castillo que hoy todavía existe.
A corta distancia de él, y en el mis­mo lugar en que las aguas de dichos dos arroyos afluían y siguen afluyen­do al río Adaja, se levantaba un gran palacio o pequeña fortaleza, con sus fuertes muros y torrecillas, al estilo de tantos otros como existían en aquella época en esta región castellana.
Pertenecía a un riquísimo moro llamado Abrahám, de profesión prestamista, el cual tenía una hija excepcionalmente bella. Llamábase esta Jerifa, después conocida por el nombre de Zulema, al entrar al servicio de la Corte.
Y cuenta la tradición que en­contrándose una tarde en el palacio de su padre, en una lujosa habitación, amueblada al estilo oriental, recostada sobre cojines y tapando su rostro con tupido velo, oyó el galopar de un corcel que se acercaba a su Palacio. Momentos después, y previo el permiso correspondiente, se presentó ante sus ojos la apuesta figura de un caballero, que armado hasta los ojos, detúvose ante ella. Y era él, el joven cristiano, capitán de la escolta de Enrique IV que cumpliendo con deber de cortesía, no quiso marchar del Castillo de Arévalo, en misión especial confiada por su Rey, sin despedirse de aquella belleza mora que tanto le atraía. Grandes esfuerzos había hecho Jerifa por enamorar a aquel joven. Aquella era sin duda su última entrevista ya que quizá él no volvería al Castillo de Arévalo.
Era una tarde del mes de junio del citado año. Al anochecer, allá a lo lejos se oyó el crujir de las cadenas del puente levadizo del Castillo. Notas de clarines y redobles de tambor anunciaban que la comitiva estaba próxima a salir del Castillo. Aquel apuesto galán despidióse de Jerifa. De los ojos de ella brotaron dos lágrimas. Aquel amor, en el que tantos días ella pensó, se esfumaba, muriendo por completo su esperanza.
El joven partió veloz a unirse a la comitiva y ella, corriendo hacia la truncada cuesta que se elevaba delante de su mansión, divisó allá a lo lejos la comitiva que pasaba por el Puente de Medina. Era ya casi de noche.
Si yo viviera -dijo- no tendría fuerzas para dejar de vengarme.
Un silencio sepulcral reinaba en aquel lugar. Sólo, cada vez menos perceptible, se oía el ruido de la comitiva que se alejaba. A pocos pasos debajo de aquella truncada cuesta se deslizaba tranquilo el río Adaja.
Extasiada, con su pensamiento fijo en aquel capitán del ejército real que ella creyó enamorar..., lanzó un grito, su cuerpo se lanzó al espacio y segundos después oyóse el seco golpe de su cuerpo con las cristalinas aguas del río.
Nada existe hoy que recuerde este suceso, ya que el tiempo se encargó de demoler aquel palacio moro, del que sólo quedan algunas piedras empotradas en la tierra, cimientos sin duda alguna de él, que están a la derecha del arroyo, que después de su fusión con el de Carias, sigue llamándose Arroyo de la Mora hasta su desembocadura en el Adaja, y el cual debe su nombre a la protagonista de esta leyenda.
(Radio Adaja - 22-02-2012)

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