El molino "Valencia"

 Ya en los albores del siglo XVII, dando frente a la desembocadura de lo que en tiempos lejanos se llamó la «Peña Talaverana», se acurrucaba mezquino y avergonzado en la margen izquierda del cochambroso Arevalillo un raquítico molino, cuyo rodezno, de las trece horas que funcionaba diariamente al servicio del público, doce pertenecían a don Francisco Tapia, y la otra a don Luís de Hermosa, tomando el molino el nombre de «Valencia» ―según la tradición― por descender el cuitado y divertido molinero de la fecunda y risueña ciudad del Turia.

El molino, pobre y medio derruido, vivió muchos años, hasta que por iniciativa de su propietario, don Guillermo Perinat, se le derribó por completo, construyendo en su solar, el año 1868, un edificio digno de Arévalo y de la industria molinera de aquella época. 

Los diseños y la construcción corrieron a cargo del competente y consagrado ingeniero francés don Santiago Bergogñé, que, dicho sea de paso, gozaba de excelente reputación en nuestra villa, por haber realizado en ella obras de verdadera importancia, tales como el puente del ferrocarril, el hotel de «La Pepita», el «Molino Matienzo» y otras edificaciones que justifican gratos y estimables recuerdos.

El señor Bergogñé, asiduo concurrente al entonces juvenil «Casino de Arévalo», enseñó los planos a sus compañeros de tertulia. Huelga decir que todos ellos le abrazaron y felicitaron calurosamente, pero cuéntase que el honorable marqués de Villasante, presidente de la peña e íntimo amigo y excepcional vecino del vituperado río, por haber vivido muchos años al lado del Arevalillo, le dijo al reputado ingeniero: «Tenga usted cuidado con ese insignificante riachuelo, porque cuando se enfada, que lo suele hacer pocas veces, es algo despiadado y peligroso»

Don Santiago soltó una burlona carcajada, al mismo tiempo que balbuceaba: «No creo que se trate del Sena, ni siquiera del Guadalquivir».

En poco más de los tres meses de verano construyó el molino y levantó la presa, pero las lluvias torrenciales desencadenadas en el invierno del 1871, ya bien repletas las tierras y saturadas de líquido, hicieron que las aguas resbalaran con rapidez hacia la cuenca, desbordándose el río en proporciones realmente inusitadas. El cauce aumentó considerablemente y la fuerza y velocidad de las aguas fue tan grande, que la corriente no sólo invadió las huertas y derrumbó gran parte de la pesquera, sino que arrastró el puente de piedra y ladrillo que había a la cola del embalse, puente del que todavía se conservan pequeños vestigios a la espalda de los almacenes de legumbres de mi buen amigo Eugenio Muñoz y que era el paso de la cañada, o vía pecuaria, llamada en nuestra tierra de las Merinas, que, como es sabido, sigue corriendo por la calle de los Lobos hasta los campos extremeños con sus tomillos y sus noventa varas de anchura.

Numeroso público presenció desde las cuestas de Briceño los destrozos de la riada, de la que hicieron los arevalenses vivos y caprichosos comentarios.

El señor Bergogñé asistió, como de costumbre, a su tertulia del casino, y antes de tomar asiento en la azulada reunión, uno de los del corro le preguntó: ―¿Qué tal el miserable riachuelo? El ingeniero francés, un tanto altivo y enérgico, contestó: La argamasa la ha cogido poco fraguada y no me ha sorprendido la avería. En cuanto se amanse el río ―añadió― reconstruiré la presa, y si me la vuelve a tirar, la hago de «napoleones» (moneda francesa equivalente a nuestro duro).

No tuvo necesidad el famoso ingeniero de emplear tan ricos materiales, porque la presa siguió muchos lustros en igual estado de solidez, a pesar de que al Arevalillo, al correr de los años, se le «han hinchado muchas veces la narices».

El molino, de líneas sencillas y sobrias, ofrecía un aspecto curioso, patriarcal y poético. Tenía tres hermosas piedras, dos destinadas a los piensos y la otra para molturar trigo, ese precioso y preciado cereal que en Asia se reproducía silvestre y que de allí lo trajeron los romanos a España y lo cultivaron con el modelo de su arado, que todavía conservan millares de nuestros modestos y sufridos labradores.

A principios del siglo en curso, los hermanos Aragón García, con su simpatía y laboriosidad, acreditaron notablemente el escondido molino, y cuando don Faustino Gómez, allá en el 1921, acordó perfeccionar la maquinaria y hacer otras obras de reparación y reforma para que la producción resultara más selecta, un horroroso incendio lo destruyó por completo en poco más de hora y media.

El triste acontecimiento ocurrió en la madrugada del día 7 de julio, festividad de San Victorino, Patrón de Arévalo.

El fuego, sin saber cómo, se inició en la planta principal del edificio, e incrementó su voraz desarrollo la alfombra de pelusilla que suele criar el polvo de la harina.

Impulsado por la irreflexible tenacidad de estos casos, un grupo de mozos pretendimos entrar para sacar algunos enseres, teniendo que desistir de nuestro empeño porque los derrumbamientos interiores se sucedían continuamente y la densidad del humo nos hacía retirar medio asfixiados. Las bombas se alimentaron de la balsa y las irreductibles llamas se reflejaban en el agua enrojeciendo el paisaje y dando a las figuras la impresión de una película emocionante y fantástica.

El incendio fue muy aparatoso, y desde entonces, los vecinos pusieron al abandonado y pintoresco lugar el «Molino Quemao», borrando el devastador siniestro aquella colección de plácidas y preciosas acuarelas puramente castellanas.

Aquel picotear de las rebuscadoras gallinas en la cenagosa balsa y en la hierba nacida entre los zarzales.

La persecución de insectos y renacuajos por la manada de patos graznadores y orgullosos a la orilla del césped húmedo.

Don Luis Perinat, el andaluz poeta lírico, de melena rubia, barba recortada y traje blanco, haciendo sonetos para el «Heraldo de Arévalo» bajo el seudónimo de «El Solitario del Castillo», a la vera de los chopos corpulentos y puntiagudos.

La legión de chicos que íbamos a bañarnos en aquellos tiempos en que no lo hacían los adultos, no sabemos si porque creían que era pecado lavarse el cuerpo o porque no se estilaba tan higiénico consuelo.

El grupo de gañanes coloradotes y forzudos, esperando la vez de la molienda y charlando de cosechas y labrantíos en el rincón de la augusta solana, o aquella otra estampa, quizá la más bella y genuina de todas las del memorable molino: el acarreo. Veinte o veinticinco borriquillos pacientes y calmosos cargados de costales de harina y moyuelo, trepando por la cuesta parduzca, gredosa y retostada por el sol. Recua guiada por el burro Platero, con su gualdrapa de estambre, cabezada de colores chillones y descomunal cencerro, obedeciendo siempre la voz del acarreador y no permitiendo a ningún pollino que le quitara el primer puesto de la fila. Caravana vigilada por el empolvado molinero de barriga redonda, faja encarnada, blusa corta, bolso «carcelero» con la boca partida al centro por una argollita para separar la plata de la calderilla y cinto bordado en el que hilvanaba la flexible vara de fresno, montado a sentadillas sobre las ancas de Cebadero, que solía ser el burro de más poder y, por tanto, el defensor del convoy.

Ya se murieron en el amplio y dilatado horizonte las cantinelas de los acarreadores y las amenazas a los rocines pacíficos y desobedientes. Los hierros retorcidos y dislocados por el fuego, engrosaron los almacenes de chatarra. La cinta de verdes y esbeltos chopos fueron víctimas del hacha homicida. Manos despiadadas se han llevado hasta las compuertas del embalse, y hoy, aquel montón de ruinas, olvidado y desierto, que se denominó el «Molino de Valencia», espera avergonzado y tristón la iniciativa de un hombre emprendedor e inteligente que instale en el lugar que nos ocupa cualquier clase de industria, de esas industrias que fomentan el comercio, vivifican los pueblos y engrandecen la Patria.

Marolo Perotas

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