Esta plaza escondida, de hondo silencio y apartada del tráfago, está enclavada en lo mas viejo del viejo Arévalo, y tomó el nombre, igual que su barrio, de la iglesia que desde tiempos remotísimos se levantaba en el rellano y declive que frente al Refugio de Pobres Transeúntes ocupan los corrales de los hermanos Prusiano, las casas de Manolo el Berrendo y las cijas de los herederos de José Sáez Marinas (a) Carancha. Según lo atestiguan
historiadores castellanos, la iglesia de San Pedro Apóstol, al ser construida sobre
un antiguo castillo se
le suponía templo de la gentilidad consagrada a la diosa Minerva, diciendo de ella
nuestro memorable paisano
Ossorio Altamirano, en la «Descripción de Arévalo», «que era la mayor de la villa y que fue capaz de que estuviese
con todos sus canónigos la Santa
Iglesia Catedral de Ávila, por
haberse apoderado de la capital de la
provincia Abderramán, rey de
Córdoba, en el primer tercio del siglo
VIII».
Pasan centurias y
más centurias. El templo sigue concurrido, espacioso y de fuerte y rara arquitectura,
con sus tres cubos, su torre
bizantina a modo de fortaleza y su sola y anchurosa nave.
Hablan las crónicas
que en abril de 1284, Sancho IV se hospedó durante cinco días en el
domicilio de su capitán, don Andrés Rui Briceño, que se erigía al oeste
de la plaza, residencia que perteneció al primitivo Concejo de la Villa y
del que todavía hemos conocido, en la barroca fachada, un raquítico balcón
de fibrosa y retorcida madera. El rey bravo y su ayudante oyen misa grande en
San Pedro y admiran el
buen gusto y la suntuosidad del
edificio.
Posteriormente, el
linaje de los Briceño favorece con su protección al sagrado recinto y son solemnes
los cultos y prácticas en él celebrados, haciéndose enterrar al lado del altar mayor don Diego Ramírez de Peralta, obispo que fue de Ciudad Rodrigo, y don
Francisco Ramírez Briceño, gobernador y
capitán general de Yucatán, Guatemala
y otros reinos, en el revoltoso
siglo XV.
A mediados del XVI,
Juan de la Cruz, el
místico poeta fontivereño vive su niñez en el barrio, y es sencillo e inocente
devoto del aristocrático y
caballeresco templo. Feligresía rica y de buen corazón. En los albores del XVIII gustan
de visitar la iglesia el
marqués de San Julián, el Licenciado Villavita don Alfonso de Cárdenas Vadillo, el
conde de Ayala y otras
familias nobles de aquel
Arévalo.
La invasión francesa
y las inclemencias del tiempo
deterioraron mucho la hermosa fábrica, y en noviembre de 1847, repentinamente se
hundió la bóveda,
destruyendo la techumbre algunas capillitas y un precioso retablo con distintas
escenas de la vida de San Pedro Apóstol. Como consecuencia, las imágenes, la feligresía y demás ornamentos del culto fueron trasladados a la también desaparecida
iglesia de San Nicolás, que se asentaba
detrás de la casa del General Ríos,
mirando a la hondonada del Cárcavo.
Ocho o diez años estuvieron los materiales y los escombros recordando el lugar del hundimiento, hasta que el ingeniero francés monsieur Bergogné los
aprovechó en la cimentación del
soberbio y atrevido puente del
ferrocarril que se mantiene sobre el
arenoso Adaja.
Todas las casas
señoriales de la arcaica plaza de San Pedro fueron pasto de las terribles teas napoleónicas; únicamente
se salvó, quizá por ser de piedra sillería, el primer plano de la antiquísima torre de los Mirabeles, que hace esquina con la calle de Santa María al Picote, porque la de los abuelos de Ríos, que según la historia se levantaba sobre los muros de un imponente alcázar árabe, igual que atrás del aflictivo y azaroso barrio, fue consumida por las llamas el mismo día de Nochebuena del 1808.
Restaurada la casa,
nació en ella, el 1849, don Vicente Ríos Careaga.
A los catorce años ingresó en el Colegio de Artillería. El 1847, por su distinción en Monte Galdames ascendió a capitán, y el 76 en los combates de Elgueta y
Valmaseda, alcanzó el grado de comandante.
En el Cuerpo Real
de Alabarderos desempeñó importantes mandos y S. M. el Rey Alfonso XIII le
nombró su ayudante, condecorándole con la Cruz Roja de Mérito Militar. El
1906, le granjeó con el
ascenso a General de Brigada, y en 1911 a General de División.
No dudamos de la envidiable reputación que como militar valiente y pundonoroso ostentaba don Vicente, pero como arevalenses amigos de la erudición
y de la imparcialidad, confesamos que en el haber del disciplinado general no hemos encontrado «un algo» digno de su predicamento, de su rango, ni del pueblo que le vio nacer.
Hacia el mil
ochocientos setenta y tantos, en la casa señalada con el número 9, vino
al mundo de los vivos don Félix
Robles, de familia pobre pero honrada. Graduóse de bachiller y comenzó a dedicarse
a la medicina, en cuya abnegada profesión alcanzó puestos distinguidos, singularmente en San Lorenzo de El Escorial,
donde además de médico competentísimo,
de ciudadano generoso
y de varón preclaro, fue un alcalde excepcional.
La villa del
Monasterio, reconociéndolo así, le nombró hijo adoptivo y le dedicó una
plaza que honra la memoria de tan
esclarecido arevalense.
No hace falta ser
persona muy entrada en años para recordar aquellas famosas reuniones de las comadres de la plaza de San Pedro en
la burlesca y consustancial solana. Unas haciendo calceta, otras peinando a sus críos,
estotras zurciendo trapos, esotras
jugando a la brisca y todas charlando
a la vez.
La decapitada jarra
de morapio del bodeguín del tío Guapito se escondía bajo la silla de la pérfida e
insolente «mandona».
Asamblea al aire
libre reidora y pendenciera. Ateneo criticón chismoso y parlanchín. Tertulia
escoltada por convalecientes aburridos y
salpicada de viejos
ciáticos y de maletas tumbados a la bartola entre chiquillería juguetona,
patirraca y enclenque.
Al pie de la casa que remozó aquel vendedor ambulante del rico Pirulí de la Habana, unos gitanos de los aledaños
han improvisado esta tarde de sol el
«Instituto de belleza» mular y asnal
Un calé bronceado
verdoso, provisto de tijeras y otro con un tarro de pomada, arreglan orejas,
mataduras y esparavanes a tres
borricos ancianos. Mañana es martes, día de mercado, y hay que presentar
las bestias fragantes y juveniles.
Del Bar Puchero,
bar de pilluelos y «parados», salen palmas de tanguillo adulterado y una voz
cascada y aguardentosa, lanza
un jipío flamenco que se pierde en los ámbitos de la plaza antañona,
silenciosa y barriobajera.
Marolo Perotas
Cosas de mi pueblo.
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