Los Pinares
“El hombre es un ser de lejanías”,
escribió Heidegger. Tarda uno media vida en comprender a medias esta misteriosa
frase.
Cuando se es joven los pasos nos conducen
siempre hacia el centro de las cosas, de las ciudades, pero con el tiempo el
camino que hacemos al andar va desviándonos dulcemente hacia las afueras de
todo y nos vamos convirtiendo en transeúntes solitarios de desmontes, ateridos
fugitivos de media mañana, peatones de bruma y soliloquio. Seres de lejanías.
Hace tiempo que mis pies sólo me llevan a
barriadas extremas, a remotos andurriales donde no sólo no se me ha perdido
nada, sino que yo mismo acabo inevitablemente extraviado, preguntándole a una
cabra por el camino de vuelta. Las cabras son animales muy serviciales, y si te
diriges a ellas con educación y sin levantarles la voz enseguida te orientan sobre
dónde cae la ciudad y dónde el monte, que es adonde tiran las cabras según el
adagio popular.
Andando, andando, un pié tras el otro, mis
asendereados zapatos me llevan habitualmente a los pinares que ciñen mi pueblo,
bosque entre dos ríos, varadero helado y ocre de mi negritud con bufanda entre
el blanco escarchado del invierno. En el pinar soy un extraño que quiebra a su
paso el suelo cubierto de tamujas, sobresalta la marea de silencio de las ramas
y patea las piñas sin piñones.
Los pájaros me evitan y me observan
indiferentes o desconfiados, preguntándose sin duda por el absurdo bípedo
implume y embozado que interrumpe con sus torpes ruidos la brillante, sostenida
melodía de sus silbos. Me siento bien aquí, refugiado en el seno verde y
matricial de los pinares de Arévalo.
Lamentablemente, el pinar, los pinares, ya no
son lo que eran. Al contrario que en el drama de Shakespeare, en el que el
bosque avanzaba amenazante hacia el castillo, en mi pueblo es al revés: es el
castillo hortera de los chalets (también llamados viviendas unifamiliares por
la estúpida jerga de los constructores) el que va inexorablemente invadiendo y
esquilmando el bosque, que retrocede y ralea y se desmedra y descompone, acosado
por la devastadora metástasis del ladrillo.
El pinar, los pinares, acabarán siendo –si nadie
lo remedia– un vertedero entreverado de urbanizaciones.
En mi último paseo me encontré un jergón de hierro,
una cocina de gas, dos persianas, un sillón de mimbre, un montón de patatas
podridas, media docena de botes de detergente, un pantalón de deporte de color
añil, unas bragas con puntilla (¿?), un cubo de fregar, una escoba partida, un
colchón desventrado, el esqueleto de una lavadora, una butaca de coche, el forro
de una butaca de coche, y un número incalculable de botellas de vidrio, envases
de plástico, bolsas de aperitivos, condones, cajas de condones y papeles de toda
laya y condición.
El caso es que es muy extraño porque, aunque
salga del pinar, a veces tengo la inquietante sensación de seguir en él. Será –volviendo
a Heidegger– que las lejanías que me constituyen consisten para mí en
adentrarme en el pinar asediado de mi pueblo y llegar a casa perfumado de
tomillos y resinas sin haber salido del bosque. Mi familia dice que se me nota
ausente y mis amigos me reprochan que no se me ve, que tendría que pasar más
tiempo en el cogollo del meollo, en el centro del pueblo, que es donde se
encuentran los triunfos de la baraja, los asuntos, las oficinas, los
escaparates y los cafés, pero debe ser que uno ya solo se entiende con la cabra,
con el vencejo y con el pino piñonero.
Estrambote: Emilio Romero aseguraba que la resina de estos pinares producía unos contundentes
efectos afrodisíacos, y él debía de saberlo bien a juzgar por la plural
historia de su corazón y su bragueta.
JOSÉ FÉLIX SOBRINO
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