La lucecita pálida
Los sabios ignoran cómo y para qué encienden sus lucecitas las luciérnagas; los poetas…, los poetas han dicho muchas tonterías a propósito de esos gusanos; los chiquillos de Cecebre afirman que el vermes luminoso oculto en el zarzal es una viejecita que cuida el fuego de su cena de harina de maíz. Tampoco es verdad. La verdad la sé yo y voy a contárosla. Llueve a torrentes, el viento hace caer la fruta de los manzanos que hay ante mi balcón y en la fraga —sonora como el mar— todos los bichejos se han escondido en sus madrigueras. Las noches así parecen creadas para narrar historias.
Ocurrió, amigos míos, que la luciérnaga, cuando no era más que un gusano tan oscuro y vulgar como cualquier gusano, vio en una mañana de sol la tela sutil de una araña, luciendo con los colores del iris y adornada con unas gotitas de rocío, que fulguraban como polvo de estrellas, y el humilde animalito quedó deslumbrado ante tanta magnificencia. Recogido e inmóvil sobre la hoja de zarza, meditó mucho tiempo.
«La verdad es —se dijo— que todas somos criaturitas de Dios, pero la Naturaleza me ha postergado injustamente. Nadie hay más feo que yo, ni más inútil ni más débil. No soy sino un pobre gusano, y ni en mí ni en mis obras podría encontrarse la menor belleza. Sin embargo, tengo un buen corazón y me gustaría alegrar la vida de los demás, cantando como el ruiseñor o tejiendo telas brillantes como la araña. A la fuerza, algo he debido de hacer o de omitir para que se me haya impuesto este castigo, y bien quisiera saber lo que fue».
Marchó a ver a la araña y le habló así:
—Tú, que tienes ágiles patas y eres fuerte contra tus enemigos y sabes urdir tan hermosos tapices, ¿qué bien has hecho para merecer tanto bien?
—No sé… Como no sea que procuro librar a los hombres de las impertinencias de las moscas. Las moscas son pesadísimas y antihigiénicas.
Y se relamió.
Caviló después de oírla el gusano:
—Ciertamente hay que procurar el bien de los demás seres para ganar el amor de la madre Naturaleza.
Y sintió su corazoncito inflamado en caridad. Abandonó la zarza y se marchó peregrinando por el mundo adelante.
Sus afanes crecieron con sus caminatas, porque vio animales más hermosos y más fuertes que él: moscas que parecían tener hecho su cuerpo de un trozo de zafiro o de esmeralda; víboras agudas como puñales y con el color de acero de un puñal; liebres ágiles, de duros dientecillos, y en lo alto, gavilanes de amplias alas y de mirada penetrante. Y la luciérnaga, en su insignificancia, se humillaba ante todos y sentía renovada su ansia de ganar merced.
Un día encontró a un tábano, que reposaba en una ramita de morera, y lo admiró porque podía volar y remontarse, y porque su zumbido rimaba con el sopor y la quietud de las siestas. Y habló con él. El tábano contó que había comido hasta saciarse de un buey desenterrado en el monte por los perros, y que llevaba en su trompa veneno para matar otro buey. Estaba orgulloso de su poderío y confesó que acaso se decidiera a inyectar el carbunco al hombre que guardaba los bueyes para demostrar que era capaz de aniquilarlo.
Entonces la luciérnaga le reprochó con palabras amables, y habló de lo hermosa que es la vida para todos los seres, y de la alegría de templarse al sol y de aspirar _ el aroma del campo y de ver cómo el grano verde de la mora se torna rojo, y negro después; y habló también de la hosca y profunda y fría noche de la muerte y de la horrible inmovilidad de los cuerpos que devoran después las aves carniceras y las alimañas del bosque, y cuyos huesos mondan las voraces hormigas… Muchas cosas dijo, y en todas ellas iba un poco de su buen corazón. Y al fin, el tábano lloró, enternecido, y lavó el carbunco de su trompa en el agua pura de un manantial.
El gusano siguió su ruta, satisfecho de la benéfica tarea, y andando, andando, conoció nuevos animales hermosos: el búfalo imponente, de melenuda giba, y el buitre de calva cabeza que emerge entre la gola de plumas, y el listado tigre, y el león de garras cortantes, y las serpientes de pintada piel y rápidos anillos. Y la luciérnaga se humilló ante ellos y comprendió más intensa y dolorosamente su pequeñez.
Por entonces fue cuando se enamoró de otra luciérnaga. Durante algún tiempo pensó en desistir de sus ansias de perfección y crear una honrada familia en cualquier frondosa mata de la selva, pero le conmovió el dolor de un rival. Otro gusano que amaba a la misma luciérnaga quiso olvidar en la muerte su fracaso. El vermes peregrino lo contuvo.
—Sé bueno con ella —dijo—; yo seré el que se vaya.
—¿Cómo podré pagarte este favor? —le preguntó el rival.
—Poned mi nombre a vuestro primer hijo.
—Así se hará —ofreció el gusano afortunado con tan profunda emoción, que se olvidó de preguntarle cómo se llamaba.
Aquel sacrificio fue muy doloroso para el peregrino y aun le pareció que la herida causada por el renunciamiento en su corazón no curaría nunca; pero se fortaleció pensando que había procurado la ajena felicidad. Se alejó y vio otros países y otros seres. Envidió noblemente, desde los cantiles, los corvos colmillos de las morsas, y la mole ingente de las ballenas, y la blanca piel de los osos del Norte; y consideró en otras tierras las largas patas rojas y la esbelta figura de la garza real.
Y un día le detuvieron unos lamentos angustiosos, y vio cerca de él, tendida sobre las hierbas, un ave herida por la flecha de un cazador.
—Aquí moriré —dijo el ave—, pero no es mi triste suerte lo que más me apena. En ese árbol próximo está mi nido, y en el nido agoniza de hambre mi hijo. He escuchado dos días y dos noches sus pitidos sin poderle valer.
El gusano sintió su alma estremecida por aquella grande aflicción, y habló:
—Nada valgo y en nada me es dado auxiliarte. Una sola cosa puedo hacer. Subiré al árbol y ofreceré mi propio cuerpo a tu hijo.
Y subió.
Asomose al borde del nido y vio cerca de él un ser pelado y deforme, y un pico negruzco, ávidamente abierto, El gusano cerró los ojos al horror de su destino y murmuró apagadamente:
—Aquí estoy.
Pero el abierto pico no avanzó hacia él. Había muerto ya el polluelo. La luciérnaga bajó del árbol y continuó su caminata.
Al fin llegó al más recóndito lugar de un inmenso bosque, y allí encontró a la madre Naturaleza atareada en la elaboración de grandes cantidades de tintura verde, porque la primavera se aproximaba ya.
La luciérnaga se postró en el polvo, deslumbrada por la esplendidez de la visión, y esperó el permiso para exponer sus cuitas.
—Madre —dijo, cuando le fue otorgado—, lo que tú haces bien hecho está siempre, y yo no soy sino el último de los gusanos. Es tu clemencia y la generosa bondad con que repartes tus gracias las que me animan a venir junto a ti. Madre, los dones que me hiciste son tan escasos que cualquier criatura, aun la menos galana, puede ufanarse de poseer más.
Calló. La diosa, soberbia, ni aun se dignó mirarle.
—Madre —continuó—, desde que abandoné mi zarzal para venir a implorarte se han secado y vuelto a nacer varias veces las hojas de los árboles, y en todo ese tiempo me he dejado guiar como de un lazarillo por mi buen corazón. He limpiado un aguijón de ponzoña, salvé algunas vidas, preferí al bien propio el contento ajeno, ofrecí mi propio cuerpo al último sacrificio. Amé a todos los seres. Hazme una merced de belleza.
Y la diosa siguió con sus grandes ojos misteriosos fijos en el confín.
—Sin embargo —gimió el vermes—, ¿qué ha hecho mejor que yo la araña? Y tú has enseñado a la araña a tejer sus telas sutilísimas.
La madre Naturaleza habló:
—Son trampas mortales.
—Y pusiste marfil en los cuernos del rinoceronte.
—Porque con ellos abre el vientre de sus víctimas.
—Y diste corpulencia a la ballena.
—Porque en cada una de sus comidas perecen millares de seres.
—También has pintado bellamente la piel del tigre.
—Para disimularlo en el cañaveral cuando aguarda a su presa.
—¡Entonces —exclamó el gusano— tú no eres sino una deidad monstruosa, enamorada del mal, que te nutres del sufrimiento y de la muerte de sus propias criaturas y otorgas más a las feroces! El camino del bien pasa muy lejos de tu pecho insensible.
Y volvió a su zarzal. Y en cuanto hubo llegado e hizo su salida nocturna, vio que brotaba de su cuerpo un resplandor pálido, entre verdoso y azul, que hacía de ella un brillante a la luz o un trocito de estrella. Comprendió que la Naturaleza había querido castigar su osadía, haciendo que hasta en las tinieblas se viese su humilde condición de gusano que la delatase a sus enemigos. Pero aun en lo que da como castigo, pone novedad y hermosura la Naturaleza. Desde entonces, la luciérnaga va condenada a decir:
—Ved qué humilde soy.
¡Pero lo dice tan bellamente…!
La lucecita pálida
(Estancia XIII de El bosque animado. Austral)
Wenceslao Fernández Flórez
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