La plaza de San Francisco

Colección Ricardo Ungría
Albores del siglo XIII. San Francisco de Asís, de paso a Santiago de Compostela, detiénese en Arévalo. El santo varón recorre los parajes del Arrabal. Sugiérele la idea de levantar un convento. Elige el terreno y con tierra apisonada y pilares de ladrillo cerca un grandísimo perímetro que empezaba en lo que hoy conocemos por acera derecha de la calle de Arco de Ávila, Zabala, plaza del Salvador, calle de Tercias, con vuelta a las cuestas del Arevalillo y calle de los Lobos, siguiendo la línea por el paseo de Invierno hasta cerrar el marco en el ángulo de procedencia.
San Francisco no escatimó el terreno. Trabaja entre operarios y contribuye con sus bienes al sostenimiento de su espaciosa morada. Vive en ella varios años, y aunque hace algunas «escapadillas» por el reino a fundar otras comunidades religiosas, su celda favorita es la de Arévalo.
El hermoso edificio le reedifica Juan II a expensas de su primera esposa doña María de Aragón, concediéndole el título de Convento Real. Manda romper el cinturón y, a conveniencia de la comunidad, se abre una anchurosa calle desde el arco que daba entrada al convento y que existió dando vista a la Huerta de la Grama, hoy Parque de Gómez-Pamo, hasta la iglesia del Salvador, formándose con la división de la cerca la plaza de San Francisco y tres nuevas manzanas destinadas a otros tantos conventos.
Mandáronse enterrar en el caserón que estamos describiendo la reina doña Isabel, mujer de Don Juan II y el infante Don Alonso.
Nos habla la historia que en las suntuosas aulas estudió matemáticas y latinidad Alonso de Madrigal, más conocido por el «Tostado»; que Enrique IV, corriendo 1445, celebró procelosas Cortes, y que Felipe II verificó magníficas exequias desplegando en ellas su acostumbrada pompa y boato.
A mediados del siglo XVII el monasterio está conceptuado como el mejor de Castilla. El vecindario llama Campo Santo a toda esta grande superficie de dentro y fuera de la finca, porque en el convento de las Montalvas se veneraba a Santa Isabel, en el de las Aldonzas —hoy juego de pelota—, a Santa María de Jesús; en el de la Encarnación, a Santa Clara; en el de la Trinidad, a Nuestra Señora de las Angustias, y en el de San Francisco, a su Seráfico Padre, además de la ermita que los caballeros Berdugo tenían dedicada a San Blas y que, envuelta en una milagrosa leyenda, estaba adosada a la entrada de la inmunda callejuela que ha llegado hasta nosotros con el nombre de Travesía de San Francisco.
Siglo XVIII. Ni una casa de vecindad en la plaza silenciosa, tristona y monacal. Huertos y corrales tapiados. Cañas y sortijas. Monjitas que van y vienen. En el centro de la plaza una magnífica cruz de piedra de tres y medio metros de altura, procedente de un antiguo calvario. La Cofradía de Ánimas y Angustias la viste y atiende los gastos que en animada romería celebraban los arevalenses rindiendo culto a la tradicional Cruz de Mayo.
Juegos de bochas y de lotería con cartones. El tío «Chimborla» cobra el barato y anda a puñadas con picaros  y maleantes.
Cortesía Juan C. López
En 1809 la horda francesa invade, saquea y profana el Real Monasterio. El administrador de los bienes nacionales, señor Roldan, salva una preciosa escultura de San Francisco atribuida a Montañés y la traslada a la iglesia de Santo Domingo.
Los frailes, víctimas de la desamortización, no pueden sufragar los gastos de restauración. El Estado procede al arriendo del local instalándose en él el parador de la «Alameda», cuyo título tomó del entonces reseco y abandonado paseo. Grupos de curiosos contemplan el rumbo, el garbo y la fantasía de los toreros cuando, desde aquí van a torear a Santa  María de Nieva antes de inaugurarse la línea férrea de Medina-Segovia.
Los  señores Trelles  y Fanjul construyen los dos primeros edificios en la  plaza de San Francisco.
Principios del siglo XX. Feria de 1903. El señor Pinacho, empresario vallisoletano instala una barraca de madera y Arévalo y los pueblos comarcanos, ven las primeras películas, la mariposa   artístico-luminosa y el órgano de la portada con aquellas figuritas de cera y de cartón piedra que llevaban el compás de los rodillos de música. «El mar bravío», «Corrida de toros»  y  «La  llegada  de  un tren» eran explicadas por un  empleado de la casa Pathé, quien con sus burlescas y terroríficas frases hacia levantar despavoridos a los espectadores de las primeras filas.
El 8 de septiembre de 1905, mi señor padre inaugura dos trinquetes; obtienen lisonjeros éxitos Amalio «el de Adanero»,  el  «Zurdo de la Vega», el «Perrera» y Jerónimo  Bragado. En  el hotel de los señores Barrado-Osorio se habla de política, de verbenas y de fiestas íntimas.
El fútbol se empieza a cultivar  un poquito en serio y a cobrar la entrada al campo de detrás del frontón el año 1925. Don Baldomero Sanz Casas organiza dos becerradas  a  beneficio  de «La Gota de Leche»,  centro  benéfico infantil que se quedó en proyecto por rivalidades políticas.
El 25 de abril de  1932, por acuerdo del Ayuntamiento republicano, fue derribada la  cruz, que, como hemos dicho, presidía la plaza. Gritos amenazadores y manifestaciones de pro-testa. La nueva cruz, costeada por el Ayuntamiento, fue bendecida y colocada en el  mismo sitio donde se alzaba la anterior el 3 de  mayo de 1946.  La  empresa de transportes «La Unión» construye su casa-garaje y almacén de mercancías. La desidia de un alcalde y la torpeza  de  un  arquitecto dejan que la intransitable travesía siga siendo un  foco de infección y un atentado contra la moral.

La recaudación de Hacienda, la «Unión Territorial de Cooperativas del Campo» y la casa del que suscribe, hacen desfilar por la antañona y polvorienta plaza cientos  de  personas  pertenecientes a la industria, al comercio y al sacrosanto agro castellano.

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