DE MADRID AL INFIERNO
Este era el título de un
mítico disco de Obús, banda de rock que solía escuchar en mi mocedad. Y tal
cual, fue mi recorrido. El sábado estaba en Madrid, la capital de este reino de
hadas, y el domingo en los Infiernos a primera hora de la mañana.
Durante el trayecto nos
resultó inevitable hacer ejercicios con la memoria para calcular el tiempo que
hacía de nuestra anterior visita. En aquella ocasión fue Carlos Tomás, del que
yo un día dije que era un diablillo que parecía un guarda forestal, el que nos
hizo de cicerone. Ocho o nueve años decíamos tras consultar con nuestra
memoria, no nos poníamos de acuerdo entre los dos o tres que lo hablábamos.
Consultadas las fuentes, resulta que fue un mes de marzo del año del señor de
2011. No os fieis de nuestra memoria, nos falla; y tampoco de lo que os
contemos, no siempre es verdad.
No tenía ninguna duda de lo
que en aquella ocasión sentí. De las conversaciones que mantuvimos algún amigo
y yo sobre colores, formas y luces. De pintura y pintores. Hoy ya desparecido
mi buen amigo, me queda aquella lección magistral y su recuerdo nada más. Así
es el tiempo.
Recuerdo una niña, tal vez
Violeta, seguro una ninfa, hoy seguro una mujer. Recuerdo duendes y lobos,
leyendas e impresiones. La luz clara de aquel, ahora lejano, día. No muy
caluroso pero sí muy luminoso y de cerúleo cielo. Hoy en cambio cielos grises,
color panza burro decían cuando había burros, nubes grises, fuerte viento, pero
ambiente cálido. Agradable compañía como siempre y de nuevo las caprichosas
formas que la roca ha tomado tras las continuas acciones del agua, del hielo,
del viento y del tiempo. También algo de la acción del hombre, cuando recogía
esas tierras de colores para enjalbegar casas y pajares, con las que poner algo
de color en aquellas vidas tan duras y en la mayoría de los casos tan grises y
tristes. No en vano no dejaban de repetirles que habían venido a un valle de
lágrimas. Así es el tiempo.
Formas caprichosas para el ojo
humano, y a la vez, instigadoras de la imaginación de las personas que aún la
conservan, qué cerca el pecado de ellas, de la imaginación me refiero. Miras y
crees ver lo que no hay pero quieres ver. O ves lo que nadie más ve. En
cualquier caso, mal vas compañero. Un
lugar mágico de algún modo. Entras en el laberinto de rocas y empiezas a sentir
algo. Paz y sosiego y al mismo tiempo fuerzas de no sabes dónde, que sin
embargo sientes. ¿Será esto lo que se sienta en los Infiernos con los que nos
amenazan en las Escrituras? Fuerzas que te entran bien dentro y animan y
consuelan a un tiempo. Sientes la pequeñez de tu propia existencia, que crees
cierta, y la de los antepasados de tu especie que pudieron haber estado allí en
algún momento, en algún otro tiempo. Esto lo sientes de forma incierta. No lo
puedes asegurar. Tocas la roca y sientes en ella el paso del tiempo. No sabes
medirlo de otra manera que con el movimiento del sol y de la propia tierra.
Notas el paso del tiempo en la arenisca que al posar tu mano sobre la roca se
deshace y cae al suelo. El viento y el agua la trasladarán con el tiempo muy
lejos de allí. Así es la distancia.
El aroma del tomillo impregna
el ambiente y se hace más intenso conforme se mueven tus acompañantes. Al rozar
sus pies las pequeñas plantas, sus efluvios se extienden por todo el lugar.
Nada de azufre como siempre nos han dicho. En estos Infiernos el aroma es
divino y natural. La encina sujeta el terreno. Se aferra con sus raíces a la
fértil tierra, y así resisten entre la dura roca, la tierra y la encina. Formas
sugerentes las que adoptan en su lucha por sobrevivir. Incluso las que han
perdido esta natural lucha contra las adversas circunstancias y han muerto,
conservan una extraña y atractiva belleza. Extraña porque no se parece a
ninguna otra cosa conocida. Extraña, porque después de vivas, ahora muertas,
conservan una particular belleza. Todo ello, claro está, según mi particular
visión. Que allí, en los Infiernos, cada persona lo ve todo de manera muy
diferente. Donde uno ve un camello con joroba y con la cabeza ladeada o la espalda
de un dragón, o una vieja con el huso, hilando sin descanso; otros ven otras
cosas. Incluso los hay que no ven nada de nada, que de todo hay en la viña del
señor. Humán, ser humano, hombre o mujer. Así es el humán.
Vimos un milano negro.
Sentimos cantar en la espesura de las encinas a pinzones, pardillos y tórtolas.
Pero no pudimos admirar en esta ocasión el majestuoso vuelo de las rapaces. Ese
planear aprovechando las corrientes de aire, vigilando su territorio. El viento
tal vez les mantenga alejadas. Allí abajo, en el curso del arroyo que va
recogiendo el agua de las cárcavas labradas en las rocas nos sirve de refugio.
Rosales, encinas, tomillo, centauras. Sería bonito visitar los Infiernos cuando
el agua corra. Su sonido debe ser como una sinfonía natural. Y cuando salimos
del laberíntico recorrido del arroyo frente a nosotros la inmensa llanura.
Manchas de pinares y el recorrido de arroyos y ríos delatado y definido por las
alamedas. Barbechos jaspeados en las leves ondulaciones del terreno, pequeños oteros
y luego todo llano. En el horizonte, hacia nuestra derecha las montañas,
pintadas de diferentes tonos de azul festonean la llanura. A nuestra espalda la
sierra de Ávila. A la izquierda, los recorridos verdes del Trabancos, del
Zapardiel, de arroyos y regatos. Si te fijas bien, se ve la cuesta de la
Bodega, de Aldeaseca, y la Harinera Villafranquina, de frente y muy lejos. Si vas
un día de mucha luz lo ves todo más cerca y más nítido. Así es la distancia.
Es un lugar que os
recomiendo. Tal vez no sea un lugar recomendable para toda la eternidad, pero
una visita de vez en cuando es una excelente terapia para el ánimo. No tengáis
miedo de su nombre, no hay crujir o rechinar de dientes, hay más bien recrujir
de almidón como decía el bolero. Sentir el paso del tiempo en la roca en plena
Naturaleza, lejos de la humana presencia, nos hace, paradójicamente, regresar a
casa más humanos. Así es el tiempo, así es el humán, así es la distancia.
Fabio López
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