En pleno campo, a la izquierda de la arenosa cañada y detrás de la tapia que en tiempos remotísimos cercaba la extensa huerta del leproso hospital de San Lázaro, convertido más tarde en convento de Franciscanos Descalzos por obra y gracia de Felipe II, había entre el tupido bosque una escondida hondonada, ocultando en el santo suelo una milenaria fuente, donde las hierbas y las florecillas silvestres crecerían tal vez con entera libertad. Lógicamente, se comprende que en, la cenagosa poza y en el fétido regato que siempre vertió al Adaja por las pronunciadas cuestas que tanto embelleció don Amador Morera, solo bebería el ganado y algún que otro pastorcillo desaprensivo y sediento. En aquellos lejanos tiempos, Arévalo se abastecía de las aguas recogidas los días lluviosos y de sus alabados ríos, con preferencia del Adaja, porque el Arevalillo, según nuestros antepasados, arrastraba más detritos y era más contaminoso, sin duda, por la suciedad reinante, e imperante en los poblados pró...