Cartesianismo puro
España ha sido Europa desde siempre —desde que Europa lo es, claro está—, y hasta el centro del huracán de Europa. Pueblos hoy de escaso vecindario como Tordesillas en tiempos del Emperador Carlos V, o Martín Muñoz de las Posadas, donde nació e invernaba el cardenal Espinosa, Gran Inquisidor y algo así como Premier de Felipe II, fueron el símbolo de ese poder europeo, mucho más que Maastricht ahora mismo; pero luego se complicaron mucho las cosas en nuestras entendederas.
Por muchas razones, entre las cuales está nuestra condición de país oriental, con sus judíos y sus islámicos, España ha ofrecido al mundo una versión muy singular del pensar, del sentir y del vivir, y eso la dibujó como yendo a remolque de lo europeo, o como casa aparte en Europa, pero también como un territorio de fascinaciones. Pongamos por caso la Inquisición castiza, los toros y la copla; y hasta lo del gobierno de los clérigos, que decía Stendhal, o el régimen tibetano, que afirmaba Ortega y Gasset, pero también las estampas de bandoleros de Sierra Morena, y luego las peleas entre gitanos y guardias civiles de la escritura lorquiana. Y así nos hemos ido bandeando los españoles.
De repente, sin embargo, digamos que la modernidad ha irrumpido, y hasta hemos cumplido todos los requisitos para entrar en el club de Europa, sólo para VIP. Y si ahora nos tornásemos también cartesianos, ¿qué sería del territorio europeo de fascinaciones y de la gran reserva de «país de lo imprevisto»?. Pero creo que no hay motivo para alarmarse. No hace tanto que he ido a una pastelería, con un amigo no hispánico, para que probase unos pasteles exquisitos —dulzones por fuera y amarguillos por dentro, como pequeños «tartufos»—, y la dueña del establecimiento no pudo ofrecérnoslos. «Los pedían tanto, dijo, que los hemos dejado de hacer». Y ésta es una respuesta lógica de toda lógica. Una lógica hispánica, desde luego, pero aplastante. ¿Quién no la comprendería, si sabe lo que es España?
Por muchas razones, entre las cuales está nuestra condición de país oriental, con sus judíos y sus islámicos, España ha ofrecido al mundo una versión muy singular del pensar, del sentir y del vivir, y eso la dibujó como yendo a remolque de lo europeo, o como casa aparte en Europa, pero también como un territorio de fascinaciones. Pongamos por caso la Inquisición castiza, los toros y la copla; y hasta lo del gobierno de los clérigos, que decía Stendhal, o el régimen tibetano, que afirmaba Ortega y Gasset, pero también las estampas de bandoleros de Sierra Morena, y luego las peleas entre gitanos y guardias civiles de la escritura lorquiana. Y así nos hemos ido bandeando los españoles.
De repente, sin embargo, digamos que la modernidad ha irrumpido, y hasta hemos cumplido todos los requisitos para entrar en el club de Europa, sólo para VIP. Y si ahora nos tornásemos también cartesianos, ¿qué sería del territorio europeo de fascinaciones y de la gran reserva de «país de lo imprevisto»?. Pero creo que no hay motivo para alarmarse. No hace tanto que he ido a una pastelería, con un amigo no hispánico, para que probase unos pasteles exquisitos —dulzones por fuera y amarguillos por dentro, como pequeños «tartufos»—, y la dueña del establecimiento no pudo ofrecérnoslos. «Los pedían tanto, dijo, que los hemos dejado de hacer». Y ésta es una respuesta lógica de toda lógica. Una lógica hispánica, desde luego, pero aplastante. ¿Quién no la comprendería, si sabe lo que es España?
José Jiménez Lozano
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