La mancha imborrable

Me acuerdo yo todavía del señor que venía a revisar las pesas y las medidas en el comercio de mi abuela. No me acuerdo ya de cuántas veces al año venía o si todos los años venía o no; de lo que me acuerdo es de dos cosas: la una era que, cuando ya se barruntaba o se sabía claramente que el inspector iba a venir, se repintaban en el mostrador las muescas que había hechas para el metro o el medio metro, y para la vara y la media vara; y la otra cosa era que se relimpiaban -porque siempre estaban limpios- los platillos dorados de la balanza que refulgían casi como un relámpago cuando el sol los daba por las mañanas. Y algo parecido pasaba con las pesas doradas, metidas en su cajita. Pero con la balanza ocurría, además, algo extraño: tenía como una mancha, y un año al inspector se le ocurrió decir -nadie sabe por qué- que seguramente era la señal de que se pegaba algo en el platillo para que pesara más, y aquel día por lo visto fue cuando mi abuela le pidió que entrara dentro de la tienda y le explicaría lo que tenía que explicarle.
- ¡Siéntese, siéntese! -le dijo la abuela- Y no le pregunto si quiere que le sirva algo porque aquí estamos como en un confesionario o el despacho de un notario.
La abuela había liberado de sus tres cadenas al platillo de la balanza que tenía la mancha y lo puso sobre la mesa-camilla que estaba en aquella habitación, que era como un cuarto de estar lleno de plantas y con una cristalera que daba a un jardín o, más bien, huertecillo, y preguntó:
- ¿Es que ya no se acuerda usted de los tres dedos?
- ¿Qué tres dedos?
- ¿Qué tres dedos iban a ser? Los de una tía bisabuela mía que tuvo un Juicio de Dios con el inspector de pesas y medidas que estuvo antes que usted y le mataron luego en Filipinas cuando la guerra. Los tres dedos, el índice el corazón y el anular, de la mano derecha.
- Y ¿qué pasó con esos dedos?
- Que se los cortó ella misma, los echó en la balanza y ahí está la cuestión.
El inspector comentó que no sabía absolutamente nada, y menos todavía de la cuestión del Juicio de Dios al que ella se refería. Y que él había aludido en broma simplemente a esas sombras oscuras del platillo. No era esta tienda sospechosa de ilegalidad y tramperías de ninguna clase y, por lo que sabía, tampoco en el pasado, cuando la regentaban sus padres, abuelos y bisabuelos. Por eso mismo se había permitido un comentario ligero y de broma.
- Pero lo de los tres dedos no fue una broma, señor inspector.
Y, si era que de verdad no sabía nada o actuaba como si no supiera nada, ella iba a decirle bien claritas las cosas acerca de lo que había ocurrido con don Casimiro, que así se llamaba el que tenía entonces el cargo de inspeccionar pesas y medidas; y lo que le ocurrió fue que le acusaron de ser el padre de una criatura que tuvo una hermana soltera de la bisabuela de quien aquello le estaba contando; y el juró por Dios y todos los santos y poniendo la mano en una Biblia que él no había tenido jamás relaciones con aquella mujer ni le había pasado tal cosa por la cabeza, y podían preguntarla a ella. Hubo un juicio en el que volvió a jurar lo mismo, ella le volvió a contradecir y lo confirmó, y el padre de mi bisabuela la echó de casa a mi tía, diciendo que ya no la reconocía como hija.
Así pasaron dos años, y el niño había muerto un día, y el día del entierro vino el don Casimiro, y aunque estaba enterado de lo que pasaba se comportó como siempre hacía y también el padre de mi bisabuela, como si la muerte de su nieto no fuera con él.
- Como decía un libro que había hecho Tolstoi con un hijo suyo -dijo mi abuela.
Pero de repente se abrió la puerta de la tienda y entró en ella, vio a aquel hombre, se acercó al cortador de bacalao, puso la mano izquierda bajo la cuchilla, se cortó los tres dedos, y luego se envolvió la mano ensangrentada en una toalla que traía, y con la derecha puso los tres dedos en el platillo, diciendo:
- Por este juicio de Dios declaro que éste hombre es el que me violó, y, cuando comencé a gritar me puso mi propia mano sobre la boca: estos tres dedos dentro de ella. Y que Dios le juzgue.
Iba a volver a salir de la tienda y, dirigiéndose a su padre añadió: - Y que a usted también le juzgue el niño que acaba de morírseme.
Y mi abuela señaló la mancha en el platillo, añadiendo:
- Se borró la deshonra y quedará el testigo del Juicio de Dios. El padre de mi bisabuela se suicidó después de todo esto, y nunca se utilizó más esa balanza.
Luego hizo un silencio largo, y concluyó.
- No ha habido, ni hay, ni habrá un inspector de pesas y medidas que pueda comprobar estas pesas del alma ¿verdad?
Pero el inspector no dijo nada, se fue sin levantar el acta ni ninguna otra cosa, y no volvió jamás ningún otro inspector de pesas y medidas, porque no las hay para el alma, y el alma era lo que había pesado aquella balanza, según la había contado su madre a mi abuela.

José Jiménez Lozano

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