El poeta Hernández Luquero
Nació, o mejor, cómo a él le gustaba decir, le nacieron en Montejo de Arévalo, pueblo al norte de la antigua villa y que formó parte de la Tierra. Luce su casa natal el recuerdo al más ilustre hijo de aquel pueblo que entonces y hoy pertenece a la provincia de Segovia.
Vino enseguida a Arévalo y de Arévalo se consideraba «ese pueblo castellano de mis amores, de mi infancia, allí terminé el bachillerato e hice mis primeras travesuras con mis compañeros de colegio y experimente las primeras delectaciones paseando por sus pinares».
Marchó más tarde al Escorial, a estudiar carrera que abandonó muy pronto. Guardó buen recuerdo de su estancia en esa villa ya que más tarde gustó de pasar allí largas temporadas.
Se aficionó a la lectura al tiempo que preparaba oposiciones que nunca llegó a terminar. Era, no lo hemos dicho, hijo de militar acomodado. Por esto es por lo que no llegó a tener acuciantes necesidades.
En Arévalo, con Ángel Macias y Félix Pérez Serrano funda, primero El despertar, más tarde El Heraldo, ambos semanarios combativos y de ideario avanzado.
Hacia 1909, al tiempo de los sucesos de La Semana Trágica de Barcelona, en el Despertar Castellano publica un artículo que tituló «Abajo la Guerra». «Ese grito que pudieran ―¡pueden tanto!― hallar discutible estadistas y mandones, suena como el más bello poema en los labios de las madres y en los labios de los niños que vieron, vestidos extrañamente, partir a un suelo lejano a los padres reservistas»
El fiscal calificó el escrito de sedicioso y estando Luquero en Gijón recibió un exhorto del juzgado a fin de que compareciera puesto que se la había considerado como anarquista peligroso.
«Bien se conoce ―dio el magistrado que tuvo a bien juzgar el caso― que tienen muy poco que hacer algunos jueces»
Pese a todo, al final se le impuso una multa de mil pesetas, cantidad elevada para aquella época.
Marchó hacia 1900 a Madrid. Allí estuvo algo más de treinta años.
Conoció en los Claustros Universitarios, a los que acudía para escuchar lecciones de historia y literatura, a Ramón Gómez de la Serna con el que trabó buena amistad. Con él visitaba a menudo las librerías de lance y la feria de libros del Botánico.
Participó, en Madrid, de las habituales tertulias artísticas y literarias. Era asiduo a la de “La Sagrada Cripta” en el Café Pombo y a los muchos banquetes mensuales que se ofrecían a literatos y artistas.
Como asiduo colaborador en diversos periódicos nos deja su crónica literaria en la que Hernández Luquero muestra una ideología orientada a las ideas modernas, sin vinculación política, aunque coloca en las cimas más altas de su admiración a personajes de la talla de Pi y Margall, León Tolstoi, Emile Zola o Máximo Gorki.
De sus crónicas periodísticas no podemos sino reseñar: Los Segadores, Alma Castellana, Las Hogueras, Oración por la llanura… También, la ya citada Abajo la guerra, Un Bohemio Rural, El Poeta Campesino, Los Yermos de la guerra…
Escribió dos novelas: El ensueño Roto y Una bala perdida. Nos dejo asimismo, exquisitas traducciones al castellano de obras clásicas, como La Odisea.
Vuelve a Arévalo, su pueblo amado
«Encinta entre el Adaja y el parco Arevalillo
destaca su silueta, jalonada de torres…»
Su amplio poemario nos acerca a Castilla, a La Llanura, a Arévalo, a su rio amado, El Adaja; a las calles y plazas, al amplio raso silente en noche muda de la plaza de la Villa, a los humos de las casas del barrio de San Pedro.
Nos dejó en sus poemas su inconfundible atuendo con lazo de lunares, su negro sombrero flexible y ampuloso, su vieja capa:
―clámide austera y parda de honor y de hidalguía―,
Que abriga mis ensueños de hispanas altiveces
Y habla quedo a mi alma de la raza bravía.
Es la ancha pieza de encalados muros
y tillado que cruje si se huella
paz y reposo se respira en ella
y de noche, sus ángulos oscuros.
La mesa en la que escribe:
Aquí fijo el hervor de mis ensueños
fruto de un triste numen que deshoja
flores mustias en líricos empeños
entre un gato y un libro de Baroja.
La cama en la que duerme:
Quiero dormir en este lecho austero
los días que le queden de existencia
a esta carne cansada y dolorida,
y a dar a Dios el hálito postrero,
cuando me embarque hacia la eterna ausencia
donde expiró la que me dio la vida.
Murió el Poeta. Dejó su casa, su mesa, su cama, sus libros y sus versos. Todo lo dejó en manos de «Aurora», la hija, que guardó durante un tiempo, como en fanal, el legado de su Padre.
Hasta aquella noche, aquella ventosa, fría y terrible noche en la que un brutal y pavoroso incendio nos arrebató el legado de Nicasio Hernández Luquero, aquel Poeta del que Gómez de la Serna dijo: «Este muchacho escribe mejor que Villarroel».
7 de septiembre de 2011
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