En su memoria
Pestalozzi
El ambiente altamente simpático que se va formando en Arévalo en favor de la Escuela y de la educación, nos llevan a escribir unas líneas a propósito de un acto celebrado en Madrid, en el Palacio de la Música, el pasado domingo, conmemorando el centenario de la muerte de Juan Enrique Pestalozzi.
Los no iniciados en Pedagogía es casi seguro que desconozcan quién fue este hombre, pues a pesar de la gran trascendencia que su obra tiene, por ser de educación y referirse a niños, ha permanecido desconocida, y sólo hoy, cuando una corriente regeneradora y sincera en favor del niño va infiltrándole por todas las clases sociales, es cuando se empieza a hacer justicia y a levantar del polvo del olvido la memoria de los grandes hombres de la historia de la cultura.
J. E. Pestalozzi nació en Zurich (Suiza) en 1746 y murió en 1827. Su juventud fue azarosa; creció en contacto con las luchas sociales de aquella época; fue estudiante y a la par era considerado como revolucionario; leía con afán a Rousseau en el «Contrato Social» y en «Emilio»; su espíritu estaba agitado por un soplo de libertad; estuvo preso y fue multado; defendía con ardor las ideas nuevas en las que latían gérmenes de rebeldía... y de todas estas luchas sacó Pestalozzi una fe democrática ciega que le hizo infatigable defensor de la clase menesterosa y desgraciada y le señaló el rumbo de su vida apostólica y ejemplar, todo para los demás, nada para él. En una ocasión decía: «He vivido como un mendigo para enseñar a los mendigos a vivir como hombres.»
Su vocación como maestro era ciega. Influenciado por Rousseau, Pestalozzi ve todo lo que hay de bueno y aprovechable en la obra del filósofo francés sin dejar de notar las utopías y comienza a hacer ensayos pedagógicos con su hijo Jaqueli. En su presencia observa, duda, vacila, se mueve entre los principios de autoridad y de libertad, pero enseguida toma la Naturaleza por guía, rechaza las palabras que no responden a ideas precisas y respeta la libertad del niño. «Toda instrucción no vale un céntimo, dice, si hace perder al niño su optimismo y su alegría.»
El calvario de este pedagogo tuvo cuatro etapas: Neukoj, Stanz, Burgoloy e Iverdón. En todas partes fue padre, maestro, compañero, amigo, hermano de sus discípulos.
Los pobres, los desgraciados, los desgenerados tenían todo con Pestalozzi, cuya vida entera fue un completo darse a los demás, dejando de paso por la vida pedazos de su corazón, rasguñándose con las espinas del mal que a su paso le colocaba la vida, no desmayó nunca; confiaba en si mismo, confiaba en los que le rodeaban, confiaba en Dios... Y así fue de fracaso en fracaso; fracasos pedagógicos, morales económicos ¿que importa? Dentro de él arde inextinguible la llama genial de su amor, y al fin vence; vence por su corazón, por su gran corazón.
Su obra lleva en germen toda la Pedagogía moderna; lecciones de cosas, enseñanza intuitiva, escuelas de trabajo, escuelas de anormales, granjas de educación profesional... Fue un vidente: "Las formas de mi método, escribía, perecerán pero el espíritu que le anima, el espíritu de mi método, sobrevivirá.”
Y así ha sido. Su nombre acompañado de sus ideas ha dado la vuelta al mundo.
Escribió varias obras donde expuso sus ideas: «Leonardo y Gertrudis» y "Como Gertrudis enseña a sus hijos", son las principales.
Su gloria más grande fue la de no desear en el mundo otra profesión que la de maestro de escuela. Ya viejo y enfermo, decía: «Quiero que se me entierre bajo el alero de una escuela; que se inscriba mí nombre en la piedra que recubrirá mis cenizas; y cuando la lluvia del cielo la haya desgastado y roto por la mitad, entonces, tal vez los hombres se mostraran mas justos para mi que lo han sido durante toda mi vida.»
Que estas líneas que han servido para dar unos cuantos detalles (muy pocos) de la vida de aquel grande hombre que se llamó Pestalozzi, sirvan a la par como homenaje rendido a su memoria por el pueblo de Arévalo.
(Colaboración de Daniel González en La Llanura, en su segunda
época, publicada en Arévalo entre los años 1926 a 1929)
En memoria de Daniel González Linacero al que sacaron de su casa de Arévalo el 8 de agosto de 1936 para llevarle a una cuneta de la carretera de Valladolid y allí fusilarle sin juicio ni contemplaciones. Luego le enterraron deprisa y corriendo en un indeterminado lugar del que sólo sabemos que se halla entre Bocigas y Olmedo y en el que todavía siguen ocultos sus restos mortales.
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