El caño abandonado
A la sombra de las torres de San Martín, exprime por un tubo de metal su interminable jugo la naranja de piedra del ya achacoso caño de la Villa.
Parece ser que el caño se agotó por una enfermedad de suciedad y descuido en el órgano circulatorio de la cañería, y fue preciso que las escobas municipales barriesen las arterias y un cirujano fontanero colocase ese tubo tan antiestético y fuera de razón para que el agua vertiese con toda comodidad en el amplio estómago del cántaro decapitado.
Yo recuerdo cuando este caño estaba en plena vitalidad, con ese aspecto fachendoso y perdonavidas de los seres imprescindibles, cuando ayudaba a vivir a medio Arévalo y era la doña Brígida de la mayor parte de las parejas amorosas de los barrios de San Nicolás y San Pedro. De esto hace un periodo de años corto, pero trascendental.
En la época pretérita a que aludo, años de dictadura escolar y casera, el caño no parecía fumar en pipa, como ahora, sino que repartía por la boca y por la coronilla, a veces por algún oído, el agua a raudales, mientras se miraba orgulloso en el espejo inquieto del agua del pilón.
Los cántaros ventrudos amontonábanse holgazanes a la sombra, muy juntos, como sosteniéndose los unos en los otros.
Dos voces, las mismas siempre, rompían el rumor cadencioso de las charlas. ¿Tras de quién voy arriba? ¿Tras de quién voy abajo? Y las viejas rumiaban enredos y comentarios ácidos, y las mozas miraban a sus jeques rondadores con zalamería y allí reñían dos maritornes, y aquí unos pequeños quitaban la gorra al popularísimo y paciente Galo, y allá unas adolescentes atrevidas rodeaban riendo y solazándose de contento al no menos popular Pablito.
Años idos de vino y flamenquería, de señoritos fachendosos y sirvientes de presa, años de inquietud.
Pobre caño ya abandonado, ya caído en el recuerdo. Solo una vieja va a por agua, porque cree en ella como si fuese bendita…
Ahora el agua que bebemos, es civilizada, y, de vez en cuando, ¡oh, gran virtud del progreso!, se convierte en café con leche.
Parece ser que el caño se agotó por una enfermedad de suciedad y descuido en el órgano circulatorio de la cañería, y fue preciso que las escobas municipales barriesen las arterias y un cirujano fontanero colocase ese tubo tan antiestético y fuera de razón para que el agua vertiese con toda comodidad en el amplio estómago del cántaro decapitado.
Yo recuerdo cuando este caño estaba en plena vitalidad, con ese aspecto fachendoso y perdonavidas de los seres imprescindibles, cuando ayudaba a vivir a medio Arévalo y era la doña Brígida de la mayor parte de las parejas amorosas de los barrios de San Nicolás y San Pedro. De esto hace un periodo de años corto, pero trascendental.
En la época pretérita a que aludo, años de dictadura escolar y casera, el caño no parecía fumar en pipa, como ahora, sino que repartía por la boca y por la coronilla, a veces por algún oído, el agua a raudales, mientras se miraba orgulloso en el espejo inquieto del agua del pilón.
Los cántaros ventrudos amontonábanse holgazanes a la sombra, muy juntos, como sosteniéndose los unos en los otros.
Dos voces, las mismas siempre, rompían el rumor cadencioso de las charlas. ¿Tras de quién voy arriba? ¿Tras de quién voy abajo? Y las viejas rumiaban enredos y comentarios ácidos, y las mozas miraban a sus jeques rondadores con zalamería y allí reñían dos maritornes, y aquí unos pequeños quitaban la gorra al popularísimo y paciente Galo, y allá unas adolescentes atrevidas rodeaban riendo y solazándose de contento al no menos popular Pablito.
Años idos de vino y flamenquería, de señoritos fachendosos y sirvientes de presa, años de inquietud.
Pobre caño ya abandonado, ya caído en el recuerdo. Solo una vieja va a por agua, porque cree en ella como si fuese bendita…
Ahora el agua que bebemos, es civilizada, y, de vez en cuando, ¡oh, gran virtud del progreso!, se convierte en café con leche.
Julio Escobar
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