La ermita en el llano

Sabed que el padre de Juan murió cuando éste tenía cuatro años. La madre, Juan y su hermano Francisco, por la acuciante pobreza que sufrieron, se vieron obligados a trasladarse a Arévalo. Viven aquí durante cuatro años, antes de marchar a Medina del Campo. Es seguro que, habiendo tenido casa en el viejo barrio de San Pedro, Juan y Francisco, en sus correrías de chicos, llegaran a menudo hasta la ermita. Esa ermita en el llano a la que, muchos años más tarde, el poeta Hernández Luquero cantara con estos hermosos versos:

¡Ay del dolor de no arder en la llama
de una fe que segara los sentidos
y llevase a su ritmo los latidos
del corazón que por ideales clama!

Abrevarse en las aguas transparentes
de un creer, sin la sombra de la duda;
sorda el alma a la inquietud que muda
en turbios cienos, cristalinas fuentes.

Cruzar por la llanura polvorosa
–estameña y bordón de peregrino-
y llegar a la ermita del camino
cuerpo rendido y ánima gozosa.

Depositar en los umbrales santos
la rosa ingenua de un amor sin mancha
y, frente a la planicie austera y ancha,
besar con humildad los duros cantos.

Y al dulce amparo de la cruz señera,
tejer guirnaldas de impolutas preces,
deponer vanaglorias y altiveces
e infundirse en la triste paramera.

Esto, mejor que contemplar la ermita
con los ojos viciados del poeta,
que siempre llevará en sí la infinita
sed de anhelos sin nombre y la secreta
comezón de la voz que aún no fue escrita.

Nicasio Hernández Luquero

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