Al fin llegaron los Reyes

En las estribaciones de la sierra estaba enclavado un pequeño pueblecito, estampa fragmentaria de un gigantesco Nacimiento.
En aquella noche de Reyes a que vamos a referirnos, la sierra, los caminos, el agro y las casas, se vestían con el sudario de la nieve helada.
El viento norteño formaba remolinos en las encrucijadas de la aldea silenciosa. Y los pocos vecinos que aún, al anochecer, circulaban por las calles, lo hacían en cumplimiento de una importante misión: la de preservar,  a sus ganados, en establos y majadas, de posibles incursiones de lobos hambrientos.
La noche ofrecía perspectivas inquietantes; todas las precauciones eran pocas si las fieras hambrientas descendían al lugar.
Cerrada la noche, los campesinos se recluían en las cocinas; bien cerradas ventanas y puertas en evitación de sorpresa desagradables. Allí esperaban la llegada de los Reyes Magos, portadores de esa felicidad, por todos, tan deseada.
Al amor de la lumbre, y en espera del yantar, se reunían las familias. Los pequeñuelos oían, una vez más, de labios de los padres o abuelos, interesantes episodios de la dorada leyenda. Y los mayores añoraban emociones pretéritas, y esperaban, con los pequeños, la llegada de «su» Rey.
― ¡Mala noche de Reyes! ― exclamaba la vieja acurrucada en un rincón junto a la lumbre.
― ¡Mala!― asentía la hija, viuda joven, que cosía junto a ella.
Un niño, de cuatro años, hacía esfuerzos por no dormirse. También esperaba la llegada de los Reyes, pero el sueño le rendía, y su cabecita buscó apoyo sobre la madre.
― No te duermas tan pronto, hijo mío. ¿No quieres esperar a los Reyes?
― ¡Que cosas le dices al chico!― refutó la abuela.
― ¿Qué le he de decir, madre?
― ¡Nada! Ya sabes que los reyes no pueden llegar a esta casa.
― ¿Por qué? ― preguntó el niño, con ingenuidad.
― Por… porque no― respondió la vieja ―. ¿No ves la noche que está?
― Sí, hijo mío ―apoyó la madre―. La noche está fría y triste. Ha nevado mucho y no se puede caminar.
― Entonces… ¿No vendrán los Reyes?
― No, hijo mío; no vendrán.
Y la madre, lloró tras esta dolorosa afirmación.
― ¡Vaya por Dios! ―lamentó la vieja―. ¿Qué adelantas con llorar?
― ¡Tendremos que conformarnos con nuestra suerte!
― Dios tenga en cuenta mi cristiana conformidad; pero carezco de fuerza para ahogar mis sentimientos de madre. Yo quiero la felicidad de mi hijo, no la mía.
― Ya lo sé. Como yo quiero la tuya, y por querer la tuya, también deseo la de tu hijo. Vamos a hacerle feliz por unos momentos, entiéndelo bien; por unos momentos… Porque la felicidad cuando llega, es flor de un día, que muere apenas nacer.
― Ya lo sé, madre; ya lo sé.
― Pues si lo sabes, escucha y calla.
Tomó en sus brazos al niño, y comenzó a contar pasajes infantiles de la leyenda.
Con gran interés escuchaba el pequeño, interrumpiendo a veces con ingeniosas interrogaciones. El sueño le venció al fin.
― Madre. Acuéstelo en el escaño, bien abrigado. Aquí, al amor de la lumbre, no estará mal.
Así lo hizo la abuela.
― Ya está dormido. ¡Ya sueña! Mira, mira como se ríe… Sueña con los Reyes…
― Si ―afirmó la madre―, con los Reyes que no llegarán.
― Pero, él cree que sí.
― ¿Y el despertar?
― No hay que pensar en ello. Si por temor a despertar, no durmiéramos…
― Pero, dormir es necesario.
― Y soñar, también ―objetó la abuela―. La vida es… eso… un sueño, una ilusión… Sin ilusión, ¿la vida sería vida?
― No, madre; no.
― Pues… sueña, hija; que aún eres joven y te queda vida para soñar mirando al porvenir. A mí, sólo me es permitido mirar hacia atrás. El porvenir, sólo una puerta cerrada me ofrece.
Tras un breve silencio, las dos mujeres se miraron con terror.
― ¿Ha oído, madre? Arañan a la ventana.
― ¡Jesús! El lobo está en el corral. ¡Dios mío, que noche tan triste!
― ¿Qué hacemos?
― Calla… Mira si está bien cerrado.
― Sí, lo está.
―Entonces, no temamos; el lobo no podrá entrar.
Hubo unos momentos de silencio angustioso. Al fin, la hija se pudo en pie.
Una idea cruzó por su mente con la velocidad del relámpago. Sus ojos, tristes hasta ese momento, revelaban el súbito resurgir de una alegría inexplicable.
― ¡Madre! ―Exclamó con decisión―. Se me ocurre una idea.
― ¿Cuál?
― Espere un momento. Por mi hijo, por la felicidad de mi hijo, soy capaz de todo.
Salió de puntillas, tanteando a oscuras, en busca de algo interesante.
― ¿Qué haces, hija? ¡No seas loca!
No hizo caso. A poco, apareció con la escopeta de su difunto esposo. La cargó y se dirigió a la ventana.
― ¿Qué vas a hacer?
― Matar al lobo.
― ¿Está loca?
― Déjeme, madre. Apague la luz. Coja al niño y tápele los oídos para que no se asuste.
― Pero, hija…
― ¡Silencio!
― Bueno; ya está.
A oscuras quedó todo. Abierta la ventana, la nieve proyectó su claridad en el interior del aposento.
Huyó el lobo instintivamente por unos momentos, refugiándose al extremo opuesto del corralón.
Sus ojos relucían como luceros bajo el colgadizo. Agazapado permaneció un momento. Después, dilatando sus narices, olfateando en el aire… avanzó hacia la ventana, donde la carne se le ofrecía. Olió con ansia la proximidad del probable yantar, y de un salto, subió a la ventana.
Nuestra heroína, trémula, jadeante, pero decidida a triunfar en su empresa, le ofreció el arma mortífera. El lobo intentó clavar sus enormes colmillos en los cañones de la escopeta. El disparo se produjo entonces. El animal recibió el tiro en la boca. Murió instantáneamente.
Un grito de triunfo rompió el silencio. La estancia recobró la luz. Despertó, asustado el niño, y los brazos de la madre le estrecharon con amor.
― Calla, hijo mío, calla. Mañana vendrán los Reyes. El lobo les ha abierto el camino. Te traerán muchas cosas. Duerme, hijo mío, duerme… y sueña, que ya puedes soñar… Mañana vendrán los Reyes.
― Estás pálida como la muerte, hija mía.
― ¿Sí?
― ¿Tienes frío?
― ¡Mucho frío!
― Pues, caliéntate un poco y vamos a acostar.
― ¿Para qué?
― Estás muy nerviosa. Descansa.
― No, madre; no puedo hasta que vengan los Reyes. ¿Vendrán?
― Sí, hija, vendrán; admirarán tu valentía y premiarán tu hazaña. ¡Dios quiera que así sea!
― Así será.
Las dos mujeres comenzaron a dormir.
A poco, presa de horrible pesadilla, la hija despertó asustada.
― ¡Madre, madre!
― ¿Qué te pasas, hija?
― Estoy pesarosa de lo que he hecho.
― ¿Por qué?
― Ha sido un crimen.
― Era el lobo, hija mía.
― ¡Pobre lobo! Hermano lobo, que diría el Santo… ¡También tenía hambre!
― Sí, hija. ¡También!
Callaron. A la elocuencia de las palabras, sucedió la «elocuencia» del silencio.
………..
La pequeña aldea despertaba en una alborada de Epifanía. Y, cuando entre los espirales difuminados de esos grandes incensarios de chimeneas nevadas, ascendió a la Altura la cotidiana plegaria del campesino lar: «El pan nuestro de cada día»… los Reyes Magos llegaban, por fin, a la mansión humilde.
Miguel GONZÁLEZ
Publicado en la revista CERES de Valladolid
por cortesía de Jesús González

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