Hedo

“Hay gente que siente escasamente la poesía, que no se emociona con la magia de una metáfora.
Esa gente, por lo general, se dedica a enseñarla (...).A mis estudiantes, cuando fui profesor, nunca
les di bibliografía, ni les impuse tal o cual texto; les he transmitido, eso sí, mi amor por la literatura
y les he enseñado a quererla”.
Jorge Luis Borges

Un hecho decisivo de mi infancia –y me atrevo a aventurar que de la infancia de unos cuantos niños de Arévalo- fue mi profesor de literatura, Don Jesús Hedo. Don Jesús fue profesor durante la década de los setenta en lo que antaño se llamaba Instituto Laboral (hogaño Instituto de Enseñanza Secundaria Eulogio Florentino Sanz). Cuando yo fui su alumno Franco estaba todavía vivo y firmando sentencias de muerte, aunque los españoles ya le habían visto por primera vez muy enfermo, entrando y saliendo del hospital en silla de ruedas por culpa de una flebitis judeomasónica, de manera que algunos descreídos comenzaron a sospechar de su inmortalidad.
Don Jesús Hedo era a la sazón un joven menudo, atezado, de pelo ligeramente revuelto y “torpe aliño indumentario”, muy partidario de los pantalones de pana y de las camisas sin planchar. Don Jesús Hedo caminaba como los sabios de la Acrópolis y los genios de las películas, engañosamente ausente, con la cabeza ligeramente vencida hacia la proa, siempre con un inestable hatillo de libros y carpetas descuidadamente estibados bajo el brazo. El genio vivo y la memoria jurásica de Don Jesús le permitían literaturizar la herrumbrosa calderilla de la vida cotidiana, e igual podía reconvenirte por llegar tarde a clase declamando una estrofa del Romancero Gitano de Lorca, que felicitarte por tu cumpleaños recitando un pasaje de Las Soledades de Góngora, lo cual te dejaba sumido en una confusa mezcla de estupor y de perpleja admiración. Don Jesús prodigaba una sonrisa más irónica que sarcástica, más inteligente que amarga y más bondadosa que festiva.
Todas las mañanas Don Jesús descendía con prisa las escaleras del Parnaso, que entonces yo imaginaba muy cerca de su propia casa, entre los pinares de Arévalo, abría resueltamente la puerta de la clase, lanzaba una acerada mirada de reojo al revuelto tendido y depositaba la impedimenta sobre la mesa del profesor, a la espera de que amainara la tempestad. Hecho por fin el silencio, se colocaba en los medios del aula con un libro entre las manos y comenzaba sin mayores preámbulos a oficiar la deslumbrante ceremonia de las palabras: “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”. Su mano se desprendía en ocasiones del libro y se agitaba en el aire para subrayar la belleza de una rima, de una aliteración, o para fijar nuestra dispersa atención de chorlitos. A medida que iba leyendo la desmedrada figura de Don Jesús comenzaba a agigantarse, mientras los alumnos le mirábamos absortos desde nuestros pupitres.
En su áspera voz de orate, en su desgarrado gesto de emoción, se obró para muchos niños de Arévalo el descubrimiento de la literatura. Resultaba que había otra redención posible, más inmediata y real que la que nos prometía el Catecismo, casi inalcanzable y plagada de dificultades insalvables. Puede decirse que muchos nos convertimos entonces al hedonismo, valga la tontería. Don Jesús era el iniciado, el extravagante taumaturgo que poseía el secreto escondido de las palabras, ese dulce viático que iba destilando con ardua paciencia de alquimista sobre nuestras párvulas molleras. Don Jesús nos enseñó que la literatura servía para contar la vida – tan incomprensible ya a esa edad-, para mejorarla, para aligerar la pesadumbre de una tarde de lluvia, por ejemplo:

“Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales".

Recuerdo que un día nos mandó inventar greguerías y yo escribí una que le gustó mucho: “La luna es el yoyó de Dios”. A Don Jesús le debió parecer que aquello revelaba un remoto atisbo de talento literario y se lo dijo a mi padre, quien me llamó a capítulo a su despacho:
- Me ha dicho Don Jesús que escribes muy bien, que te ha salido una greguería muy bonita. Enhorabuena. De todas formas no olvides que nadie vive de hacer greguerías.
Supongo que mi padre llevaba razón, que nadie vive de hacer greguerías, ni siquiera el propio Ramón Gómez de la Serna, que fue quien las inventó, y que vivió pobre y murió desterrado y más pobre todavía, calculando en una libreta el dinero que se ahorraba al mes en tinta si utilizaba el bolígrafo en lugar de la pluma estilográfica.
A los trece años me fui a vivir a Madrid y durante los cursos siguientes recibiría clases de literatura de unos cuantos profesores más, pero todos tuvieron que cargar con un pecado original -tan irremisible como injusto- que los muy desgraciados ignoraban haber cometido, y que a mis ojos les convertía a todos en unos flagrantes impostores: ninguno de ellos era Don Jesús Hedo.
....ooOoo....
Post scriptum: Terminado este artículo alguien me informa de que Don Jesús se ha jubilado ya como Catedrático de Literatura, en Segovia. Espero que sea para bien de él y de los suyos, pero no puedo dejar de pensar que se trata de un lamentable desperdicio.

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