Arévalo
Y entraré por este tejadillo o pórtico a tierra adentro de Ávila, comenzando por Arévalo, que desde antiguo ha sido un pueblo grandecito; y un historiador barroco del pueblo, buscando estos blasones y progenies antiguas y orientales, se acordó hasta de los caldeos a propósito de la antigua iglesia cisterciense de La Lugareja, que digamos que es uno de los dos polos artísticos e históricos de la población, siendo el otro la Plaza de la Villa.
Arévalo tiene también un castillo donde estuvo encerrada doña Blanca, y sus historias de caballería medieval en torno suyo; y una vez destruido aquél, ya en tiempos modernos, fue destinado a cementerio e inspiró por cierto el poema unamuniano A un cementerio castellano, que es hermosísimo. Y, en su vecindad, en el barrio de la desaparecida iglesia de San Pedro, y en la cercanía también de la Plaza de la Villa, vivió de niño Juan de Yepes.
La Lugareja fue una fundación de caballeros franceses para monjas cistercienses, pero sus alarifes y albañiles lograron un prodigio de síntesis artística y espiritual de la desnudez del Císter con la desnudez islámica y su juego de la umbría y de la luz que subraya aquélla. Hoy se conserva únicamente el ábside con la cabecera y una extraordinaria cúpula, y dos ábsides de naves laterales como dos capillitas u oratorios para morabitos cristianos.
Las monjas abandonaron pronto este monasterio e iglesia y fueron a acogerse al viejo palacio que don Juan II tenía aquí, en Arévalo, en el que la reina Isabel pasó su infancia y juventud; como también, en Arévalo pasó algún tiempo de la suya Ignacio de Loyola sirviendo de paje, que es decir de aprendiz de caballero.
En la Plaza de la Villa, cerrada con soportales por tres de sus lados, que es una excelente reliquia de Plaza Mayor castellana, hay dos iglesias; la de Santa María que es de estilo mudéjar ya un tanto amanerado, y la de San Martín de impronta románica europea, pero con dos torres, una de las cuales es también mudéjar con un adorno ajedrezado, y semeja un minarete. En ella se celebraron los funerales por el rey don Juan II en 1454, y a ellos acudieron moros y judíos. Y muy cerca de esta Plaza el Estudio de Gramática del XVI, parejo al de Medina del Campo, donde Juan de la Cruz aprendió Humanidades.
De este pueblo fueron un judío y un islámico notables para el mundo de la cultura. Este último, conocido por el nombre de El Mancebo de Arévalo, era azadonero de oficio y había sido escolano o estudiante, aunque «no me acuerdo del latino Cicerón más que si nunca hubiere estudiado su cosmografía. Algunas beces para dar aplazo leo a Omero, aquella tan inventada guerra entre los troyanos y los griegos, y al fin todo lo he dexado en buen paz».
Escribió este Mancebo de Arévalo dos libros: la Tafcira o Sumario de la relación o ejercicio espiritual y Breve compendio de nuestra santa ley y sura; y los especialistas que los han estudiado dicen que se ven y se desean para entender muchas palabras de su romance o castellano, y piensan que se las inventó. Pero algunas de estas palabras tales como destinar o distinar con el significado de perderse, o conduelma o conduelmo por congoja, las he oído en mi adolescencia y mucho después, empleadas con toda naturalidad por aquellas mismas tierras de Arévalo, donde él nos dice que vivía su madre, cuando él ya andaba por esos mundos como azadonero o como santón predicador.
En esa misma Plaza de la Villa a la que me refería, un día de bochorno de verano, una niña de entre los muchachos que estaban bajo los soportales y con quienes me puse a hablar, me dijo que su abuelo había sido pocero y tenía siempre agua fresquita, y un candil que nunca se apagaba para bajar al pozo. Parecía una mudejarilla, y creo que de ese encuentro nació mi relato del mismo nombre.
El judío del que antes hablaba se llamaba Moshé de León, y era un hombre de muchísima más alta vitola intelectual, escritor místico él mismo, autor del Zohar o Libro del Esplendor, y también tenía a su madre en Arévalo, lo que es una breve noticia pero pone peso a Arévalo, como también se lo pone, aunque sólo sea en la presencia de una mera portada exenta de lo que fue el viejo convento de trinitarios, la memoria de fray Juan Gil, que fue quien negoció la liberación del señor Miguel de Cervantes de su prisión de moros en Argel.
Nunca podríamos imaginar que se hubieran cruzado aquí tantos vericuetos de la vida y de la historia.
Arévalo tiene también un castillo donde estuvo encerrada doña Blanca, y sus historias de caballería medieval en torno suyo; y una vez destruido aquél, ya en tiempos modernos, fue destinado a cementerio e inspiró por cierto el poema unamuniano A un cementerio castellano, que es hermosísimo. Y, en su vecindad, en el barrio de la desaparecida iglesia de San Pedro, y en la cercanía también de la Plaza de la Villa, vivió de niño Juan de Yepes.
La Lugareja fue una fundación de caballeros franceses para monjas cistercienses, pero sus alarifes y albañiles lograron un prodigio de síntesis artística y espiritual de la desnudez del Císter con la desnudez islámica y su juego de la umbría y de la luz que subraya aquélla. Hoy se conserva únicamente el ábside con la cabecera y una extraordinaria cúpula, y dos ábsides de naves laterales como dos capillitas u oratorios para morabitos cristianos.
Las monjas abandonaron pronto este monasterio e iglesia y fueron a acogerse al viejo palacio que don Juan II tenía aquí, en Arévalo, en el que la reina Isabel pasó su infancia y juventud; como también, en Arévalo pasó algún tiempo de la suya Ignacio de Loyola sirviendo de paje, que es decir de aprendiz de caballero.
En la Plaza de la Villa, cerrada con soportales por tres de sus lados, que es una excelente reliquia de Plaza Mayor castellana, hay dos iglesias; la de Santa María que es de estilo mudéjar ya un tanto amanerado, y la de San Martín de impronta románica europea, pero con dos torres, una de las cuales es también mudéjar con un adorno ajedrezado, y semeja un minarete. En ella se celebraron los funerales por el rey don Juan II en 1454, y a ellos acudieron moros y judíos. Y muy cerca de esta Plaza el Estudio de Gramática del XVI, parejo al de Medina del Campo, donde Juan de la Cruz aprendió Humanidades.
De este pueblo fueron un judío y un islámico notables para el mundo de la cultura. Este último, conocido por el nombre de El Mancebo de Arévalo, era azadonero de oficio y había sido escolano o estudiante, aunque «no me acuerdo del latino Cicerón más que si nunca hubiere estudiado su cosmografía. Algunas beces para dar aplazo leo a Omero, aquella tan inventada guerra entre los troyanos y los griegos, y al fin todo lo he dexado en buen paz».
Escribió este Mancebo de Arévalo dos libros: la Tafcira o Sumario de la relación o ejercicio espiritual y Breve compendio de nuestra santa ley y sura; y los especialistas que los han estudiado dicen que se ven y se desean para entender muchas palabras de su romance o castellano, y piensan que se las inventó. Pero algunas de estas palabras tales como destinar o distinar con el significado de perderse, o conduelma o conduelmo por congoja, las he oído en mi adolescencia y mucho después, empleadas con toda naturalidad por aquellas mismas tierras de Arévalo, donde él nos dice que vivía su madre, cuando él ya andaba por esos mundos como azadonero o como santón predicador.
En esa misma Plaza de la Villa a la que me refería, un día de bochorno de verano, una niña de entre los muchachos que estaban bajo los soportales y con quienes me puse a hablar, me dijo que su abuelo había sido pocero y tenía siempre agua fresquita, y un candil que nunca se apagaba para bajar al pozo. Parecía una mudejarilla, y creo que de ese encuentro nació mi relato del mismo nombre.
El judío del que antes hablaba se llamaba Moshé de León, y era un hombre de muchísima más alta vitola intelectual, escritor místico él mismo, autor del Zohar o Libro del Esplendor, y también tenía a su madre en Arévalo, lo que es una breve noticia pero pone peso a Arévalo, como también se lo pone, aunque sólo sea en la presencia de una mera portada exenta de lo que fue el viejo convento de trinitarios, la memoria de fray Juan Gil, que fue quien negoció la liberación del señor Miguel de Cervantes de su prisión de moros en Argel.
Nunca podríamos imaginar que se hubieran cruzado aquí tantos vericuetos de la vida y de la historia.
Mis rutas y homelands (fragmento)
Don José Jiménez Lozano
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