EL HAYEDO Y EL RÍO

En Mediavilla de los Infantes, provincia de Burgos, hay un pequeño río que pasa cerca del pueblo. Caminando desde la puerta de la iglesia comienza uno de los recorridos más placenteros que se pueden realizar en el otoño. Recorremos entre casas de piedra la corta distancia que separa al pueblo del bosque de robles, alisos, serbales y, sobre todo, hayas que lo rodean. Allí comienza una especie de pista forestal que existía desde siempre y que bajaba y subía por entre las hayas camino de la cascada que se encuentra como a unos seis kilómetros del pueblo.
Es este un camino que me enseñó hace ya mucho tiempo mi amigo Fernando Escribano. Creo que fue la primera o quizás la segunda vez que fui a su pueblo. Él acababa de jubilarse y me había hablado del lugar maravilloso que había elegido para vivir a partir de ese instante. La jubilación para él, según me decía, iba a significar una nueva vida. Se había instalado en ese pueblo; lejos de cualquier sitio, casi perdido. Lo suficientemente grande para no estar solo y lo suficientemente pequeño como para no sentirse agobiado.
Cuando llegué a ver el lugar elegido por mi amigo para vivir el invierno de su vida sentí una enorme envidia. Era magnífico el paisaje. Las gentes con las que traté y que rápidamente había conocido Fernando, resultaban entrañables, sobrias como castellanos que eran, entregadas al forastero, supongo que conquistadas por la personalidad de mi amigo.
El paseo que me propuso lo comenzamos junto a la iglesia que habíamos visitado momentos antes. Resultó ser un camino agradable rodeados de una vegetación exuberante, en la que destacaban los enormes robles, y los colores del hayedo en el que comenzábamos a adentrarnos lentamente. El camino sinuoso subía y bajaba con suavidad, el ruido de las hojas y el canto de los pájaros envolvía nuestro caminar.
Fue en ese momento cuando Fernando Escribano me habló por primera vez de la posibilidad de señalizar esa senda. Resultaba sencillo colocar unas maderas y pintar con colores bien visibles el recorrido que deberían seguir los visitantes. Me empezó a hablar de lo mucho que disfrutarían los que no han tenido la posibilidad de hacerlo en plena naturaleza, con esa explosión de colores, sonidos, rumores de bellotas que caían de los enormes robles, el desnudarse de las hayas en el otoño.
Me contó, incluso, lo bello que resultaba también en primavera y verano, cosa que ya había podido apreciar por sí mismo. Yo le creí porque conozco su buen gusto y el ojo que tiene para estas cosas. En invierno resulta todavía más espectacular, me decía, pues aunque las hojas hayan caído y las hayas pierdan parte de su belleza, queda el río y más arriba la cascada. Caminando junto a él sintiendo su entusiasmo es cuando vi el río por primera vez. Un río no muy ancho, pero tumultuoso. Con brío y viveza el agua corría entre las piedras arrancando sonidos relajantes de las mismas. Los árboles llegaban hasta el mismo borde del río.
El sendero ancho y cómodo del principio se iba complicando, pero nada que no se pudiese recorrer con facilidad. Al doblar una curva del curso del río apareció ante nosotros una enorme cascada. Al tramo primero en caída libre le sucedía una enorme terraza de roca y luego otra caída libre menor y otra terraza y así sucesivamente hasta llegar al curso del río que habíamos recorrido entre el hayedo. Todo roca y agua y rodeado en las orillas de un número infinito de árboles y una frondosa vegetación. Magnífico espectáculo para los sentidos.
No había duda. La idea de Fernando de hacer una ruta para que los visitantes pudieran disfrutar del paisaje era muy acertada. Sin duda muchos disfrutarían de la paz que ese lugar tenía para darnos. La belleza de la vegetación y el frescor del agua sería un indudable atractivo turístico.
Después de terminar el recorrido me llevó al único bar que tiene el pueblo. Allí producto del esfuerzo realizado, el apetito nos mordía las entrañas. Me dijo que iba a comer la mejor morcilla que jamás había comido. Efectivamente esa morcilla era especial. Tal es así que desde entonces no puedo ir a Mediavilla de los Infantes y venirme sin comer su morcilla. Fue además en ese momento cuando conocí al que con el tiempo se ha convertido en un gran amigo. La persona que Fernando Escribano me presentó resultó ser el párroco del pueblo: Don Servando dijo que se llamaba. Ya conocía lo suficiente a Fernando y habían empezado una curiosa relación. Habían encajado como un guante entre ellos dos pese a lo diferentes que eran, quizás a lo mejor fue por eso que encajaron tan bien.
Así entre bocados de morcilla con pan y tragos de vino de la tierra fue como pasaron las horas en animada charla. Las ideas de Fernando y de don Servando iban encajando entre sí. Cuando surgió lo de señalizar la ruta de senderismo, don Servando pareció encantado. Aunque él se ocupaba de las almas veía con buenos ojos que los cuerpos gozasen de buena salud. Notaba, nos decía, que los que venían de las ciudades tenían los espíritus bastante alterados y un paseo por el hayedo junto al río hasta la cascada les podría hacer mucho bien, en cualquier época del año. Si al empezar pasaban por la iglesia y rezaban algo, y al terminar comían un poquito de morcilla con un vaso de vino, volverían con los cuerpos y los espíritus a punto.

Fabio López

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