Crónica de Peña Mingubela (I)
La difícil misión de suplir a un bardo ausente
Esta vez sí éramos un buen montón. Ni con los dedos de tres manos izquierdas habría suficiente para contarnos. Habíamos quedado a las ocho menos cuarto del domingo 19 en la plaza del Arrabal, sitio acostumbrado para iniciar nuestras correrías.
Partimos en tres coches hacia Villacastín para coger después la carretera que desde allí va hacia Ávila. Tras unos cuarenta minutos, más o menos, de viaje llegamos al pié de la iglesia de Santa María en Ojos Albos, lugar del que dice Pascual Madoz en su Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico que está “situado en terreno quebrado; al pie de las sierras de Ávila, y cerca del río Voltoya; le combaten los vientos N. , S. Y O. ; el clima es frío, y sus enfermedades más comunes intermitentes: tiene 32 casas inferiores, incluso la del ayuntamiento, que a la par sirve de cárcel; escuela de instrucción primaria común a ambos sexos, a la que concurren 26 alumnos, que se hallan a cargo de un maestro sin dotación fija;…”
Allí, en la plaza, nos esperaba Carlos Tomás y un nutrido grupo de amigos llegados desde Ávila. En total sumábamos, como diría Fabio, algo menos del centenar. ¡Ah, amigo Fabio! Esta vez te lo perdiste. Esta vez no estabas y dudábamos. Mister Chips era el que más dudas tenía. No estaba claro quien tendría esta vez que encargarse de escribir la crónica de la excursión. Y ya sabes que para Mister Chips la crónica es parte intrínseca de la excursión misma.
Comenzamos la marcha. A la salida del pueblo y junto a una cancela que cierra el paso, Carlos nos dio cumplida explicación de lo que íbamos a ver en Peña Mingubela y, como siempre, nos reveló en qué lugar exacto estábamos situados en referencia a Ávila y al resto de pueblos del entorno, así como de cada uno de los grandes accidentes geográficos que teníamos al alcance de la vista en todas las direcciones.
Ya en los primeros instantes el numeroso grupo de fotógrafos que formaba parte de la expedición, empezaron a montar sus complicados instrumentos y el resto empezamos a oír los continuos cliquis, cliquis, cliquis de las cámaras fotográficas. Como todo el mundo sabe la crónica escrita está muy bien, pero a veces no acaba de ser completa si carece de las buenas y a veces raras fotografías que estos “bípedos implumes fotografiadores” que nos acompañan aportan como prueba gráfica documental del evento.
Un poco más arriba del pueblo empezamos a maravillarnos. Se hizo un alto y nuestro guía dio muestras de sus conocimientos explicándonos de forma detallada las diversas variedades de árboles, arbustos, matorrales, frondas y resto de especies vegetales que iban de forma progresiva tapizando las tierras que alcanzábamos a ver casi hasta el horizonte.
Los clisquis, cliquis, cliquis de las máquinas de nuestros sufridos fotógrafos resonaban de continuo en nuestros oídos.
De vez en cuando Carlos paraba y nos reunía a su alrededor ilustrándonos sobre la flora y fauna que la naturaleza ofrecía a nuestras ávidas miradas. Luisjo ampliaba a veces estas explicaciones con sagaces puntualizaciones sobre los asuntos tratados.
Llegamos a lo alto de un suave páramo y se nos permitió contemplar unos hermosos farallones de roca. A nuestra izquierda, sin embargo, se alzaban los horribles molinos metálicos. Esos aerogeneradores que tanto deterioran los hermosos paisajes de estos y otros montes. Postes metálicos, cables colgando, aspas metálicas cortaban la hermosa vista con su artificioso impacto visual negativo.
Continuamos un suave camino bajando hacia el valle del diminuto tributario del Voltoya.
Llegamos al pequeño arroyo. Los fotógrafos continuaban su tarea de recoger imágenes de todo lo que se aparecía a sus ojos y consideraban de interés.
Y encima de nosotros se alzaba por fin Peña Mingubela. Un abrigo natural que hace siglos sirvió de refugio a gentes que dejaron algunas manifestaciones pictóricas grabadas en las rocas. Los fotógrafos de entonces dibujaron con óxidos desde anaranjados hasta rojos vinosos pequeñas figuras esquemáticas que aparentan representar antropomorfos y otros misteriosos y desconocidos signos que han llegado hasta nosotros.
Después de las pertinentes aclaraciones por parte de nuestro guía, nos sentamos un poco más lejos del abrigo. Se trataba de no molestar a las pequeñas aves de apellido relacionado con la música, del que ahora no consigo acordarme, y que acomodan sus nidos en los huecos de estas milenarias crestas rocosas. Dimos buena cuenta de nuestras viandas y después del buen yantar y de un corto pero merecido descanso, recogimos nuestras pertenencias e iniciamos el camino de regreso a casa.
Fotografías: Juan C. López,
Mario Gonzalo y David Pascual
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