Criseas, pintor de cráteras

Criseas no era un joven inconformista. Criseas era simplemente un joven. Al tiempo era como muchos otros jóvenes. Era de los que amaban el arte. No era de los que gustaban de la caza o de la guerra, ni de los esforzados pastores de rebaños, ni de los que se deleitan en labrar la dura y árida madre tierra. Criseas había nacido en Arépolis, pequeña y discreta ciudad del Ática.
Era, además, un joven artista. Pintaba cráteras y a veces, sólo algunas veces, se atrevía a trabajar con pequeñas esculturas. En la casa del padre disponía de una estancia en la que colocaba sus más bellas obras y a ella, a veces, invitaba a sus cultos amigos con los que departía de arte, mientras contemplaban con cierta delectación las rojas pinturas en las ventrudas vasijas, pinturas que mostraban historias de guerras, leyendas heroicas, epopeyas sucedidas lejos, al otro lado del mar.
Había en aquel tiempo, en la ciudad, un hermoso templo dedicado a Zeus, el portador de la Égida. Un bello templo con su humilde oráculo y que era visitado, a veces, por los amigos de los amigos del adivino.
Criseas había oído hablar del interior del templo, de las esbeltas columnas en el peristilo, de la magnífica y dorada efigie del olímpico. Pero Criseas nunca había entrado en el recinto. Estaba reservado a otros.
Un día se atrevió a asomarse, someramente, por entre el breve resquicio abierto del gran portón del templo. Y pudo ver, sólo durante un escaso momento, al temible Zeus, sentado en su trono, portando el rayo en su mano derecha, ceñudo, barbado y serio el rostro. Quedó consternado ante la enorme belleza de la estatua.
Y desde ese día, justo desde ese día, Criseas quiso esculpir una réplica del dios griego.
Se encerró en sus aposentos, abandonó a sus amigos, dejó sus quehaceres y meditó, pensó, imaginó.
Pasaron días y semanas y el artista seguía sumido en su proyecto. Había ya esbozado algunas imágenes del padre de los dioses.
Aquella tarde el sol iluminaba con fuerza la sala de trabajo. De repente, sin previo aviso se presentó el adivino y le vino a decir que no se le permitía esculpir a Zeus, salvo que lo pidiera de forma humilde, dócil, con obediencia y mansedumbre, ante las propias puertas del templo.
Criseas quedó muy sorprendido. Quería una estatua para él, para tenerla en sus propios aposentos, enseñarla como mucho a sus más íntimos amigos. No pensaba comerciar con ella. La quería sólo para su propia contemplación y la de sus allegados. Nunca había oído decir que se precisara un permiso especial para eso.
De cualquier forma, fuera como fuese, el nigromante insistió de forma severa, amenazante que no se le permitía hacer la escultura del Tonante, salvo que, cabizbajo y obediente, se personase a la puerta del templo y lo pidiera de la forma en que se le requería.
Y así lo hizo. Pasados unos días se vistió con humildes ropas, echó cenizas en su pelo, agachó la cerviz y subió a las puertas del templo. Allí arrodillado pidió, rogó, suplicó.
Y después de ese día pasaron otros días y otros meses y pasaron los años.
Y al fin de su tiempo Criseas, hijo de Atreo, pintor de cráteras y, algunas veces escultor, terminó por olvidar que una vez el oráculo le había exigido que pidiera sumiso, humilde, cabizbajo, el permiso para esculpir la imagen del Olímpico Zeus. Pasados tantos años, el ya anciano Criseas, había olvidado también que el arrogante augur del oráculo nunca había contestado a su súplica.
Juan C. López

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