La calle de Santa María a San Miguel
Esta calle semirrecta y artesana, silenciosa y vetusta, está enclavada en el corazón del Arévalo viejo, y tomó el nombre genérico hace muchos años de las ciclópeas iglesias que la escoltan.
La de Santa María, de origen godo, fue mezquita durante la dominación árabe y conserva el titulo de la Mayor, dado por los vecinos de pretéritos tiempos para distinguirla de Santa María Magdalena, templo levantado en lo antiguo, al lado del Caño de la Sarna, y del de Santa María de Jesús, fabricado y fenecido en lo que es hoy el frontón propiedad de este minúsculo
cronista.
Los caballeros pertenecientes al linaje de los Briceño, al fundarla en el siglo XIII mandaron labrar en
ella sus sepulcros, celebrando en su capilla mayor las sesiones de sus Juntas. Al desaparecer la parroquia de San Esteban, en el siglo XVI, y
la de la Magdalena, el XVII, todos los cuadros, reliquias ornamentos
fueron agregados a la
señorial Santa María, cuya
elevada y severa torre la más alta de todas las de Arévalo se sustenta sobre un arco árabe
que sirve de paso a
la vía pública, estribando en otro de
piedra sillería la esbelta y magnifica mole, orgullosa de haber medido y apreciado durante varios siglos la marcha del tiempo de nuestro pueblo
retrospectivo cuando ostentaba el
reloj más castizo, más popular y mas
eminentemente arevalense.
Dicen las viejas crónicas que el reloj de arena es símbolo de lo efímera
que es nuestra vida y que el de sol le colocaban los nobles en los sitios más estratégicos de sus palacios, viniendo más tarde a regular y a poner de acuerdo a los hombres los relojes mecánicos, siendo los de torre los primeros
que se construyeron.
Los Reyes Católicos, en acción de gracias, donaron al Concejo de su villa uno muy rudimentario, instalándole para que se oyera mejor en lo más alto de la torre de Santa María.
Consistía, sencillamente, este despojo del tiempo en un
tambor con dos ruedas dentadas. Al
eje se arrollaba una cuerda —de aquí que se diga aún dar cuerda al reloj— de la que pendía una
bola de hierro de unos veinticinco centímetros de
diámetro, cuyo peso hacía girar al
eje transmitiendo este movimiento a las
piezas que componían el mecanismo, hasta llegar a la consultada esfera, en el centro de la cual iban montadas en ejes concéntricos las agujas.
También a la sonería de la queda había que dar cuerda para que el sonido seco, dulce y
melancólico de las cien campanadas del
silencio avisaran a campesinos y
caminantes el cierre de las puertas del
recinto amurallado.
La iglesia, pequeña y sencilla, fue escogida por los señores de Mingolian para fundar la ilustre Cofradía de la Anunciación de Nuestra Señora (vulgo la Virgen de Marzo), cuya imagen se veneraba en el altar mayor, haciendo más atractivo el templo los cuadros dedicados
a Santa Teresa, San José y la Purísima, el altar del Carmen y el del Niño Jesús, vulgarmente llamado de la “Buena Leche".
Después del arreglo parroquial acaecido
el año 1911, la iglesia permaneció cerrada al culto;
únicamente franqueaba sus
puertas el día dos de febrero
para celebrar la fiesta solemne de la Purificación de la Virgen con la tradicional bendición de Las Candelas a la que asistían autoridades civiles y eclesiásticas, la banda
municipal y el Ayuntamiento bajo mazas, organizándose en la antañona plaza de la Villa una típica romería que casi siempre solía acabar a
garrotazos y puñaladas.
Lo más interesante del templo era el
coro bajo, de estilo barroco y precioso dibujo;
pero siete de diciembre de 1951, el azote de la ventisca introdujo la nieve copiosa y danzarina por los huecos
de las tejas hasta amontonarse en
la bóveda, que al ser de yeso se
ablandó de tal manera que a los cinco días justos
se hundió estrepitosamente, perdiendo
el arte una graciosa y bella
filigrana.
Desplomada la bóveda y abandonada la iglesia, fueron trasladadas imágenes y reliquias a otras del contorno, siendo destinado el local a almacenamiento de trigo mientras el Servicio Nacional construye el proyectado silo en el barrio de la
Estación.
La casa señalada con el número 3
fue levantada a expensas de don Mariano del Fresno, dos veces
alcalde de Arévalo (1867 y 1891). En su espaciosa sala, con siete balcones a
la calle, se aplicó y administró justicia, celebrándose en ella por
el segundo tercio del siglo pasado los juicios orales, de Arévalo y su
distrito hasta que, por orden del gobierno, fueron trasladados a la capital de la
provincia.
Más tarde, un puñado de
estudiantes, entre los que se destacaban Julián López, Eusebio
Linacero, Luís Vara de la Llave, Ángel Macías y Jorge y Marianito del Fresno,
se reunieron en en dicho caserón y crearon una sociedad titulada Circulo
del Progreso, conmemorando el duodécimo aniversario de nuestro poeta
lírico Eulogio Florentino Sanz, pero la simpática institución duro
menos que un eclipse. El 29 de junio de 1893 volvió a surgir en los hombres de
estudio y aficionados a las letras la generosa idea de hacer algo en el orden
cultural, fundando la Academia de Balmés. Eran entonces los
iniciadores don Andrés Macho, Teodosio Hernández, Mamerto Pérez
Serrano, Vivino Izquierdo, José Gómez Pineda, Eduardo Acuña, Jorge del Fresno y
otros más.
Dice un cronista de la época que
el día siete de julio, y mientras la turbamulta se desgañitaba pidiendo
novillos, frente al Ayuntamiento, nuestros jóvenes daban la primera
conferencia: fue disertante Macho Monzón, que escuchó muchos
y merecidos aplausos al desarrollar el tema "El semitismo",
en el que dio pruebas de ser consumado erudito.
La biblioteca se abrió con 300
volúmenes, y aunque al principio los libros eran la locura de los
asociados, éstos eran tan pocos, que el refugio espiritual sólo pudo
lograr diez meses de vida.
Después, la espaciosa sala la dedicaron a bailes de boda, y en uno de ellos dieron una broma de tan mal gusto a Maximino Tortolita que le
quedaron cojo. Maximino era el dueño de aquel perro indefinido, popular e inteligente, que a las preguntas de su meticuloso
amo contestaba con movimientos burlescos,
ridiculizando siempre la labor y
el prestigio del entonces exhausto
Ayuntamiento.
En la planta baja estaba la cantina de la señá Saturnina, la
Récula, cuartel general de la
gente madrugadora de aquel barrio y muy
frecuentada por tejedores, maletas,
medidores de grano y peones de albañil, los
cuales, antes de ir al trabajo calaban un
trozo de mediana de las del tío Martín el panadero con la metailla de
aguardiente de orujo, euforia espiritual de aquellos pintorescos
jornaleros.
Casi frente por frente del deteriorado caserón de los Varadé-Sisí, vivía en un sucio y mísero cuchitril un tipo digno de perpetuación por lo popular y conocido que era. Me refiero al tío Caracol. Felipe Sáez,
que así se llamaba, era hombre pícaro, desenvuelto y marrullero. Fue muchos años subastador de los regalos de la Virgen de las Angustias, y con su verborrea humorística
y zumbona retenía con gran facilidad la atención de los escuchas y animaba a pujar a los postores más retraídos e ingenuos.
Cuando tomaba tres jarrillas de más, que las solía tomar las fiestas de gran solemnidad, sacaba a relucir a Musiú Piqué y Musiú
Banderillé, muñecos fabricados por
él, quien, con gracia liviana y palabrería macarrónica,
hacía las delicias de los muchachos y muchas veces
de los romeros adultos.
La calle termina en la iglesia de San Miguel, de cuyo templo haremos la descripción en otra evocadora crónica.
Marolo Perotas
Cosas de mi pueblo.
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