POR LAS MIESES DE OTAR
- Corre María, corre que viene Luis – grita David a su hermana, viendo que su padre corre hacía ellos mordiéndose la lengua.
- Deja a los niños en paz – regaña Ana a Luis - Bastante es que te aguanten tanto tiempo mirando por el telescopio.
- Les dije que jugaran con el balón sin salirse del rastrojo – protesta Luis – y no sólo se han salido, sino que se han acercado tanto a las avutardas que las han espantado. Joder Ana, era la primera cópula que veía. Encima era el macho cojo, el más grande. Ya sabes que es casi imposible contemplar una cópula de avutarda. Parece que lo hacen a mala leche. No os acerquéis, pues zas, todo lo contrario.
- Qué quieres, son pequeños, no se dan cuenta. No puedes tener a unos niños jugando al balón dos horas en un rastrojo - sentencia Ana sabiamente.
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La primavera no ha hecho más que empezar. Los machos de avutarda nos vestimos con nuestras mejores galas. Primero nos hemos exhibido juntos, para tantearnos, pero es hora de separarnos, las hembras ya se aproximan y empieza la competición. Desde mi territorio, observo a Tardón con recelo. Sé que desde la pequeña loma donde le gusta mostrarse, mira a mi predio con envidia. Todos sabemos que las hembras prefieren este terreno sobre la amplia hondonada, en el que me exhibo desde hace más de diez años.
Muchos son los que han intentado expulsarme, pero jamás han resistido en la pelea y han huido por patas. A pesar de mi cojera, producida por un choque fortuito que me fracturó un dedo, mi tamaño y complexión disuaden a cualquier rival de retarme. Sé que otros machos desean mi territorio entre los interminables sembrados de cereales, por eso no puedo flaquear. He de mostrarme grande, fuerte y poderoso a la par que inflexible, para asegurar el prestigio ganado en numerosas lides. Aunque he de reconocer que Tardón es bueno. En una de sus múltiples peleas, estuvo más de media hora enganchado pico con pico con su rival, dando vueltas con el plumaje ahuecado, hasta que le hizo huir. Pero afortunadamente todavía respetan las mieses del gran Otar el cojo, que así es como me conocen.
Las hembras pastan apaciblemente entre la cebada. Parece que pasan de mí, pero sé que me miran entre los incipientes tallos verdes, disimulando, como si no fuera con ellas. Para llamar su atención, he de convertir mi plumaje mimético, con el que paso desapercibido, en algo llamativo, visible a gran distancia. Así que comienzo la transformación: levanto y abro la cola, erizo mis bigotes, echo la cabeza hacia el dorso, inflo el cuello hasta el pecho como si fuera un globo, ahueco todo mi plumaje, entreabro las alas y doy la vuelta a las plumas, que por debajo son blancas. Parezco otro, doy el aspecto de una enorme bola blanca. Seguro que un gran número de hembras se están fijando en mí con su aparente desinterés.
Tengo que atraer a cuantas más mejor, para que muchos pollos lleven mis genes de gran avutarda. Así que agito el plumaje para hacerlo mas visual, girando lentamente. En esto consiste el celo, lo llamamos rueda. En un par de días esas hembras, que parecen completamente ajenas a mis exhibiciones, comenzarán a acercarse a mi predio en esta gran parcela de cebada. Y tendré que ir copulando con todas aquellas que requieran de mis servicios. Mi favorita es Otina una hembra fuerte y experta que me eligió desde el primer año. Siempre ha sido así, son ellas las que deciden. Podrían escoger a cualquier otro macho, pero hasta ahora, casi todos los años, en torno a una veintena de estas pequeñas hembras me prefieren a mí. Y digo pequeñas no porque las menosprecie, sino porque prácticamente quintuplico en peso a casi todas ellas. Ninguna de mis amadas hembras pasa de cuatro kilos, sin embargo yo rondo los dieciocho. Por ello tengo un récord absoluto, al ser el animal más pesado del planeta capaz de volar. Cuando vuelo, mis aleteos son lentos pero poderosos, con una envergadura que supera los dos metros y medio.
Una vez que una hembra ha copulado conmigo, se aleja solitaria para poner de dos a cuatro huevos en una pequeña depresión sobre el suelo, entre los sembrados. Yo no colaboro, tengo que continuar defendiendo mi terreno y atendiendo a todas las hembras que sigan demandando mi labor de semental, incluso algunas hembras vuelven porque han perdido la puesta. Por tanto mis ocasionales amantes, empollan y crían solas a las nuevas avutardas. Mis hijos, nada más eclosionar, abandonan el nido y siguen andando a la madre allá donde vaya. Y yo, con mi solemne cojera, me iré a reunir con los machos de otros territorios en algún sembrado de girasol, para reponer fuerzas con sus ricos y nutritivos brotes.
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Acaba mayo. Luis, esta vez sólo, busca avutardas entre los sembrados. En un barbecho próximo, llama su atención un bulto inerte, entre blanco y ocre, y un gran número de plumas dispersas. Parece un ave muerta, tal vez haya chocado contra el tendido eléctrico cercano. Al acercarse, varias plumas pegadas a uno de los cables, indican el punto exacto del impacto. Huele a rayos, el cadáver es de un macho de avutarda, y muy grande por la envergadura de una de las alas. Le da la vuelta para intentar ver el punto del golpe. Tiene el pecho destrozado. También tiene el dedo central de su pata derecha convertido en un muñón, seguramente por otro accidente ocurrido años atrás. Esta lesión le debió hacer cojear en vida… Entonces se da cuenta.
Una mano metálica, casi invisible, ha ganado al gran macho en desigual pelea. Al año siguiente Tardón se exhibe entre las mieses ubicadas sobre la amplia hondonada. Mira con recelo a Dido, uno de los hijos de Otina y del gran Otar, que ha ocupado la pequeña loma. Infla el pecho, ahueca el plumaje, levanta la cola…
En Arévalo a 20 de enero de 2010.
Dedicado a David, María y Ana por su paciencia infinita.
Luis José Martín García-Sancho
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