Dramatizar la religión

Muchas tradiciones hunden sus raíces en la noche de los tiempos y se han ido adaptando a cada época y a cada lugar. La Semana Santa puede ser un ejemplo de lo que digo, pues tiene antecedentes en ritos orientales y en dioses redentores que padecían, morían y resucitaban por tierras próximas al Mediterráneo siglos antes de la era cristina. Deidades como Adonis, Osiris, Dionisos, Attis, Baco o Tammuz contaban ya entonces con infinidad de fieles que, durante ocho días, organizaban procesiones, pasaban por ayunos y abstinencias, sufrían duelos y, para exaltar el triunfo divino sobre la muerte, terminaban entregándose a mil diversiones. Todo sucedía en Pascua, fiesta agrícola por antonomasia, al coincidir con el inicio de la primavera. Aquél a quien los griegos llaman Adonis –relata Orígenes- recibe de los sirios el nombre de Tammuz; primero le lloran, como si hubiese dejado de vivir, y después se regocijan como si hubiese resucitado de entre los muertos.
Contrariamente a los judíos, muy estrictos en el mantenimiento inalterable de su religión, el cristianismo supo acomodarse a las culturas por las que iba penetrando e hizo propios antiguos festejos de solsticios y equinoccios o se adueñó de celebraciones mistéricas paganas. Con el fin de adoctrinar a las masas, estableció también una sabia catequesis en la calle, recurriendo a la escenificación y a esculturas o lienzos que metieran por los ojos de la gente lo que, difícilmente, hubiera calado a través de simples sermones. Dramatizar el dogma fue una eficaz manera de conmover a espectadores sencillos y el teatro occidental (partiendo de lo sagrado como lo habían hecho el griego y el romano) alcanzó en la Edad Media su mayoría de edad en tanto que forma de adoctrinamiento. La misma liturgia se convirtió en una sucesión de gestos y cánticos, de símbolos y palabras para instruir a los fieles.

En los inicios del siglo XIII, la teatralización de la muerte de Jesús se extendió por Europa entera, naciendo las cofradías, grupos selectos de fieles aptos, entre otros fines, para representar los misterios cristianos. Inocencio III reglamentó las fechas en que debían realizarse estas funciones, aunque (desde tiempo atrás) en España gozaban ya de éxito piezas y danzas que los clérigos interpretaban. Los excesos a los que se llegó obligaron a detallar en las Siete Partidas de Alfonso X cuáles eran las obras en las que podían intervenir los tonsurados, obras que el Concilio de Toledo prohibió sin conseguir del todo que dejaran de representarse en corralas y patios. Con el transcurso de los años, la dramatización saldría a escenarios tan amplios como las plazas y a decorados tan bellos como coliseos o murallas, pues la Iglesia comprendió que era importantísimo para ella ganar la calle.

En un país proclive a montar el cirio y armar el belén en el sentido más exacto de la palabra, tanto la Navidad como la Semana Santa siguen sirviéndonos a los españoles de hoy para dar rienda suelta a la necesidad que tenemos de exteriorizar, incluso, lo que debiera ser muy íntimo. Y, cuando llega la Pascua, España se inunda de imágenes y capirotes, de sudarios y féretros, de costaleros, velones, hábitos y hierros arrastrados por pies descalzos. Los aires se inundan con el estrépito de las cornetas mientras desfilan Vírgenes de Angustia y Soledad, Dolorosas enlutadas y compungidas Magdalenas; mientras claman su lacerante dolor Salvadores atados a columnas, Cristos en la cruz, Redentores de la Agonía o Nazarenos yacentes. Geniales imagineros tallaron primorosamente la madera para que la fe se convirtiera en espectáculo y en respetable forma de sentir, creer y colmar espacios de esperanza. Como respetable fue, en la antigüedad, el modo que frigios, griegos, sirios o babilonios tuvieron de considerarse redimidos por dioses que también morían y resucitaban.

Cuando todo cesa y vuelve a reinar la rutina en ciudades y pueblos, mi gran pregunta es siempre (con la consideración que merecen quienes viven su religiosidad al estilo que mejor les place) si habrán recibido una huella especial en el alma aquéllos que de un modo u otro asistieron a los dramas que en la calle escenificó la Semana Santa o, en el día a día, poco o nada se distinguirán de los que aprovecharon esas jornadas para mirar a otra parte. Porque, en definitiva, ¿la fe es una transitoria conmoción sensorial que viene de fuera o una profunda e intensa herida interior que se lleva dentro?
Adolfo Yañez

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