Las alondras de junio
AUNQUE es lo que pudiera parecer a muchas gentes que están metidas en mucho tráfago de mundo, oír cantar en las mañana de junio a las alondras no es cosa de poca entidad, sino de las que pesan allá dentro de nosotros, y allí permanecen y nos acompañan. Y, a menos que la furia constructora se extienda por toda la faz del globo, y todos los caminos del mundo se pavimenten o alquitranen, siempre habrá un pedazo de tierra o un cobijo de jardín en los que unas alondras alcen su canto de alegría, o a lo mejor su lamento por el secuestro de sus polluelos en esas mañanas todavía tan frescas del relente de la noche, y, si no con neblina, por lo menos con un extendimiento de sombras mañaneras tan delgadas y azules como no lo serán ya en adelante nunca más.
Ahora ya no hay espigueo, claro está. En la Biblia aparece el precepto de dejar sin recoger restos de mieses para quienes podrían ir allí a espigar; y no me atrevo a asegurar que afortunadamente ya no hay gentes a quienes el espigueo no aliviaría su situación, porque no sé, realmente, si diría verdad. Pero el hecho es que no hay espigueo, y que las máquinas cosechadoras no dejan mieses, sino sólo el escaso grano que al hacer mecánicamente la alpaca cae; y sólo se ve allí a los pájaros que esperan volando a veces, y otras sentados en las lindes, a que las máquinas y quienes las manejan se vayan. Aunque me imagino que también los ratones de campo estarán al acecho.
¿Cómo no recordar, entonces, la hermosísima historia de Ruth, la espigadora? Es hermosísima y, como siempre ocurre con estas historias antiguas, de un tan sólido realismo y conocimiento de la naturaleza humana y de su aventura en la historia, que pasan por ellas los siglos, y su tranquila presencia sigue ahí. Y es igual que se haga advertencia de ella o no. No necesitan para nada publicidades ni coros de alabanza o denuesto estas historias, y los silencios hechos a propósito sobre ellas lo que consiguen simplemente es rodearlas del ámbito exacto que precisan para seguir estando ahí y que los hombres de sucesivas generaciones sigan encontrándoselas. Y, cuando se les encuentran se hacen amiguísimas para siempre de ellas. Así ha sido siempre el mundo, y, pese a todo lo que parezca, así irá siempre. Otra cosa es el no-mundo construido como una pajarera, que es en el que se nos fuerza a vivir, y en el que hacemos tanto ruido.
El encanto o exotismo del nombre de Ruth tuvo un enorme éxito en la imposición de nombre a las chicas en los años pasados, aunque, desde luego creo yo que no como consecuencia de ninguna oleada bíblica entre nosotros, sino a cuenta de las películas americanas de la televisión; pero el realismo del libro de Ruth es impresionante. Sin el mínimo asomo de introspeccionesy palabrería, que es lo único que se puede hacer cuando se trata de esos hurgamientos en lo que hasta hace poco se llamaba alma y es asunto complejo y donde pasan cosas de mucho e incognoscible secreto. Y ese realismo habla del buen entendimiento entre suegras y nueras y de un amor hasta la muerte entre ellas; del cálculo y la astucia para llamar la atención del rico y viejo labrador Booz, por parte de la joven y pobre viuda Ruth; del atrevimiento de ésta para coger espigas que ya estaban agavilladas, de la tolerancia de una cosa así por parte de Booz, y de su seducción por parte de Ruth, y no al revés; y esa seducción con artes muy directas, durmiendo en la era, pero asegurándose de que no sea sabido que vino la mujer a la era, que es algo que ahora se explicaría por el viejo puritanismo represor e hipócrita del patriarcalismo judeo-cristiano, y demás esquemas al efecto.
No es, desde luego, el libro de Ruth una encantadora idílica pintura de Millet; aunque tiene un soberbio encanto, desde luego, pero es un plato literariamente fuerte. Se siente el desgarro de despedida de Noemí y sus nueras, la desolada tristeza de aquélla que quería que la llamaran Amargor ya que remanesció la mujer de dos hijos y de su marido, como dice lacerantemente la Biblia de Ferrara. Esto es, que había vuelto a ver amanecer pese a esa pérdida de marido y dos hijos; olemos el aire mañanero de un día de verano en Belén, y el otro olor de la paja en la era, y se nos menciona lo que es el fundamento del gazpacho, esto es, migas de pan mojado en agua, con aceite y vinagre, que refresca; pero también el simple y delicioso sabor del trigo o pan tostado, que Ruth come con los segadores y el propio Booz, y del que todos se hartan y sobra. Y, sobre todo, oímos los cuchicheos de satisfacción entre Ruth y Noemí, luego, cuando aquella regresa a casa y la muestra el grano que Booz la ha regalado, que significa que prácticamente éste está ya está conquistado, y que ahí, por ese asunto, que podríamos llamar de novela rosa o prensa del corazón -en versión inocente y no canalla, por supuesto-, esa pareja se convertirá en antepasada de quien nacerá en aquella aldea de las eras de Belén, en un establo.
De manera que se entiende bien, entonces, que, ante los inconvenientes del alcance de ésta y otras historias de aldea, como Itaca pongamos por caso, la dogmática literaria moderna considere algo vitando ocuparse de lo que no sean los enigmas más bien psico-sexuales del hombre urbano, que es tema que ahora produce muchas cavilaciones.
Pero todas estas cosas son graves filosofías. Lo que a mí me pasmaba, de niño, en el verano, era la sed de los cántaros. Es decir, su color terroso, blanquecino como el de un rostro desencajado, y el eco que allí dentro hacía la voz si se hablaba a su boca, como el ruido metálico de los ingenios que ahora hablan, y como yo creo que era el de los viejos y temibles oráculos. El agua misma que caía allí, al principio, cuando se comenzaba a llenar de nuevo, hacía ese mismo ruido de robot amaestrado; pero enseguida adquiría su propio ruido de agua, y maravilloso era que el cántaro se iba poniendo rojo, con un pequeño rubor, primero, y luego con un rojo más vivo, en cuanto el barro comenzaba a transpirar; y, para eso, se les ponía en casa, en vilo, en la cantarera.
La imagen del cántaro roto y del agua derramada que ya no puede recogerse, que es una imagen bíblica, está en la base de la ceremonia judía de romper los cántaros cuando alguien muere, simbolizando que su vida ya no podrá ser recogida jamás. Ni la nuestra. Pero éste era el mundo de los símbolos que ungían cada acción humana, y ahora resulta una carga muy pesada. Todo se ha aligerado mucho, y, como decía Thomas Carlyle de las asambleas políticas, se ha impuesto el uso de los verbos irregulares y de los gerundios, y, con mociones y contramociones, con guirigay y monsergas, se paralizan el uno al otro, y por resultado neto producen cero, que es el punto del consenso. Y así se determina hasta el calor que debe sentirse en el verano, sin siquiera manipular los termómetros como los camaradas chinos. Aunque, de todos modos, lo que saben el cántaro y la alondra ahí sigue.
José Jiménez Lozano
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