El arrabal de Gómez Román
Firmada por S. B. L., he recibido una atenta carta en la que me dice: «Soy montañesa y mi abuelo, que era de Arévalo, solía contarme anécdotas, costumbres y tradiciones de esa importante ciudad castellana. Usted como cronista de ella, ¿tendría la amabilidad de darme a conocer algo de La Lugareja?»
Con mucho gusto, señorita; ya que se trata del lugar donde nació y se crió mi feliz compañera y del que tantísimos y tan gratos recuerdos se recrean jubilosos en lo mas recóndito de mi alegre e infatigable corazón.
A dos kilómetros aproximadamente del casco de la población, y sobre una dilatada y arenosa colina, se alza aún, orgullosa y soberbia, la iglesia del antiguo arrabal de Gómez y Román, reedificada, al decir de algunos eruditos, sobre las ruinas de un convento que poseían los Templarios allá por el siglo VII y que floreció esplendoroso en la época de los godos. Si es usted aficionada a las narraciones históricas seguramente habrá leído que en lo antiguo, los pueblos castellanos se iban desarrollando al impulso de las victorias guerreras, dándose a erigir los héroes nuevos altares al Dios de los cristianos y, como quiera que los hermanos Gómez y Román Narón, ilustres hijos de Arévalo, aunque de procedencia francesa, sentían gran entusiasmo y fervor religioso, fundaron en la primera década del siglo XIII el Arrabal que usted desea conocer y que conserva el nombre y apellido de tan distinguidos arevalenses. Gómez fue Abad del Monasterio de Nuestra Señora de la Asunción, y en virtud de la devoción que sentía por la citada imagen, la colocó en el altar mayor del santuario, costeando el culto y propagando la dulzura y los milagros de la Inmaculada Reina. Román fue capitán de los Tercios Castellanos, y se asegura que luchó heroica y denodadamente en las Navas de Tolosa el 1212. Huelga decir que los hermanos Narón reconstruyeron el convento, estableciendo en él monjas Bernardas o Cistercienses, Le rodearon de casuchas, molinos y huertas, hasta formar un lugar, del que nació el remoquete de Lugarejo y su Virgen Lugareja.
En el amplio y severo monasterio vivían más de un centenar de religiosas abnegadas y misericordiosas, venerando el sepulcro de los hermanos Narón como si de santos se tratara, hasta que el oscuro y discutido alcalde Ronquillo solicitó del Emperador Carlos V el Palacio Real que disfrutaba su majestad dentro de murallas, el cual le fue concedido como recompensa a los muchos servicios que Ronquillo había prestado al rey, petición que hizo don Rodrigo quizá por asegurar más la vida de la madre abadesa y de otras monjitas pertenecientes a la familia del halagado e iracundo arevalense.
En 1524 las monjas bernardas fueron trasladadas del lugarejo al palacio que Don Juan II mandó edificar en la plaza del Real, Transformando el viejo alcázar en interesante convento, este tomó desde entonces el nombre genérico y peculiar de San Bernardo el real. Llegaron a él sesenta y siete religiosas de coro, quince legas y cuatro capellanes, juntamente con los restos de los fundadores.
Sabedores don Diego y don Toribio Sedeño, a la sazón regidores perpetuos de la villa, de que las monjas estaban pesarosas de haber dejado en Lugarejo a la Virgen de la Asunción, propusieron al Clero la traída de la soberana imagen a la casa monacal. Protestaron los vecinos del lugar, basándose en que la Madre y Señora era la que intercedía y velaba por aquella gañanía tosca, laboriosa y buena, acordando la Hermandad que ya que las monjas por su clausura no podían Ir a ver a su amantísima Virgen, que lo hiciera ésta siquiera una vez al año y precisamente el domingo después de la Ascensión.
Esta piadosa visita de fe constante y sincera, se convirtió en alegre romería sobre el 1540, romería que se celebra en torno de la iglesia en honor de la imagen y a la que usted, señorita comunicante queda invitada. Las fiestas empiezan el sábado por la tarde y terminan el lunes por la noche.
Si acepta la invitación y se decide venir, verá usted cuarenta y dos cofrades con su traje dominguero, su corbata encarnada y su vara de hojadelata, trayendo y llevando procesionalmente a la santísima Virgen de la Asunción, del Lugarejo al Real y del Real al Lugarejo, haciendo un alto en la ermita de la Caminanta para rezar una salve mientras el tambor y la dulzaina repiten el estribillo de
Con mucho gusto, señorita; ya que se trata del lugar donde nació y se crió mi feliz compañera y del que tantísimos y tan gratos recuerdos se recrean jubilosos en lo mas recóndito de mi alegre e infatigable corazón.
A dos kilómetros aproximadamente del casco de la población, y sobre una dilatada y arenosa colina, se alza aún, orgullosa y soberbia, la iglesia del antiguo arrabal de Gómez y Román, reedificada, al decir de algunos eruditos, sobre las ruinas de un convento que poseían los Templarios allá por el siglo VII y que floreció esplendoroso en la época de los godos. Si es usted aficionada a las narraciones históricas seguramente habrá leído que en lo antiguo, los pueblos castellanos se iban desarrollando al impulso de las victorias guerreras, dándose a erigir los héroes nuevos altares al Dios de los cristianos y, como quiera que los hermanos Gómez y Román Narón, ilustres hijos de Arévalo, aunque de procedencia francesa, sentían gran entusiasmo y fervor religioso, fundaron en la primera década del siglo XIII el Arrabal que usted desea conocer y que conserva el nombre y apellido de tan distinguidos arevalenses. Gómez fue Abad del Monasterio de Nuestra Señora de la Asunción, y en virtud de la devoción que sentía por la citada imagen, la colocó en el altar mayor del santuario, costeando el culto y propagando la dulzura y los milagros de la Inmaculada Reina. Román fue capitán de los Tercios Castellanos, y se asegura que luchó heroica y denodadamente en las Navas de Tolosa el 1212. Huelga decir que los hermanos Narón reconstruyeron el convento, estableciendo en él monjas Bernardas o Cistercienses, Le rodearon de casuchas, molinos y huertas, hasta formar un lugar, del que nació el remoquete de Lugarejo y su Virgen Lugareja.
En el amplio y severo monasterio vivían más de un centenar de religiosas abnegadas y misericordiosas, venerando el sepulcro de los hermanos Narón como si de santos se tratara, hasta que el oscuro y discutido alcalde Ronquillo solicitó del Emperador Carlos V el Palacio Real que disfrutaba su majestad dentro de murallas, el cual le fue concedido como recompensa a los muchos servicios que Ronquillo había prestado al rey, petición que hizo don Rodrigo quizá por asegurar más la vida de la madre abadesa y de otras monjitas pertenecientes a la familia del halagado e iracundo arevalense.
En 1524 las monjas bernardas fueron trasladadas del lugarejo al palacio que Don Juan II mandó edificar en la plaza del Real, Transformando el viejo alcázar en interesante convento, este tomó desde entonces el nombre genérico y peculiar de San Bernardo el real. Llegaron a él sesenta y siete religiosas de coro, quince legas y cuatro capellanes, juntamente con los restos de los fundadores.
Sabedores don Diego y don Toribio Sedeño, a la sazón regidores perpetuos de la villa, de que las monjas estaban pesarosas de haber dejado en Lugarejo a la Virgen de la Asunción, propusieron al Clero la traída de la soberana imagen a la casa monacal. Protestaron los vecinos del lugar, basándose en que la Madre y Señora era la que intercedía y velaba por aquella gañanía tosca, laboriosa y buena, acordando la Hermandad que ya que las monjas por su clausura no podían Ir a ver a su amantísima Virgen, que lo hiciera ésta siquiera una vez al año y precisamente el domingo después de la Ascensión.
Esta piadosa visita de fe constante y sincera, se convirtió en alegre romería sobre el 1540, romería que se celebra en torno de la iglesia en honor de la imagen y a la que usted, señorita comunicante queda invitada. Las fiestas empiezan el sábado por la tarde y terminan el lunes por la noche.
Si acepta la invitación y se decide venir, verá usted cuarenta y dos cofrades con su traje dominguero, su corbata encarnada y su vara de hojadelata, trayendo y llevando procesionalmente a la santísima Virgen de la Asunción, del Lugarejo al Real y del Real al Lugarejo, haciendo un alto en la ermita de la Caminanta para rezar una salve mientras el tambor y la dulzaina repiten el estribillo de
La Caminanta.
La Lugareja,
La Caminanta,
niñas y viejas,
mozos y mozas
La Caminanta,
niñas y viejas,
mozos y mozas
forman pareja
etc. etc.
etc. etc.
Fiesta campestre. Muchedumbre reidora y jaranera entregada de lleno, sin distinción de clases, al retozo, a las libaciones, al bailoteo. Meriendas, muchas meriendas en la verdosa pradera y abajo, en los molinos, entre flores silvestres, árboles copudos, arroyuelos paralíticos y trinos de ruiseñores, tenderetes, puestos de frutas golosinas, juegos, diversiones, ocurrencias de cosecha propia y euforia y regocijo en todos.
Es de ritual en estos días estrenar los trajes vaporosos, comprar las avellanas a la novia y acompañarla a la desafiadora iglesia declarada hace unos años monumento nacional, y de la que dice el notable arquitecto don Vicente Lampérez que «su construcción es de estilo regional castellano que hay que separar del mudéjar, considerándolo por modo franco y resuelto como una trascripción esencialmente española de los estilos románico y gótico».
La torre, como se ve en el grabado, es cuadrada, de ventanas de medio punto y agraciada en sus convexidades exteriores con tres, diminutos ábsides.
En 1947, don Andrés Reguera compró la finca que nos ocupa, construyendo un magnífico hotel e introduciendo en ella importantes mejoras. En la actualidad es propiedad de don Alejandro San Román, quien ha emprendido diversas obras de producción y embellecimiento.
Siguiendo por la carretera de Arévalo a Noharre, a la diestra mano y unos ciento cincuenta metros del caserío se alza la casa de labor de mi señor padre político, don Cipriano Hernández Sáez. Levantada el 1923 sobre los restos de un muro que todos hemos conocido y denominado el «Torrejón», restos que pertenecieron a una imponente atalaya que existió en aquel paraje y en la que también los hermanos Narón ejercieron durante su venerable y azarosa vida, poder militar y jurisdicción señorial.
Es de ritual en estos días estrenar los trajes vaporosos, comprar las avellanas a la novia y acompañarla a la desafiadora iglesia declarada hace unos años monumento nacional, y de la que dice el notable arquitecto don Vicente Lampérez que «su construcción es de estilo regional castellano que hay que separar del mudéjar, considerándolo por modo franco y resuelto como una trascripción esencialmente española de los estilos románico y gótico».
La torre, como se ve en el grabado, es cuadrada, de ventanas de medio punto y agraciada en sus convexidades exteriores con tres, diminutos ábsides.
En 1947, don Andrés Reguera compró la finca que nos ocupa, construyendo un magnífico hotel e introduciendo en ella importantes mejoras. En la actualidad es propiedad de don Alejandro San Román, quien ha emprendido diversas obras de producción y embellecimiento.
Siguiendo por la carretera de Arévalo a Noharre, a la diestra mano y unos ciento cincuenta metros del caserío se alza la casa de labor de mi señor padre político, don Cipriano Hernández Sáez. Levantada el 1923 sobre los restos de un muro que todos hemos conocido y denominado el «Torrejón», restos que pertenecieron a una imponente atalaya que existió en aquel paraje y en la que también los hermanos Narón ejercieron durante su venerable y azarosa vida, poder militar y jurisdicción señorial.
Marolo PEROTAS
Mayo de 1955
Mayo de 1955
Comentarios
¿la volveremos a disfrutar?
Yo creo que, después de leer este precioso texto, todos queremos ir de romería.
Saludos
Jenny