Atrévete a saber

¿Existe en el hombre pereza mayor que la pereza de pensar? Creo que no, que nada hay tan fuerte en nosotros como la indolencia que nos embarga a la hora de salir al encuentro de nuestra propia verdad. Nos cuesta muchísimo servirnos de la razón para ser responsables directos de aquello en lo que creemos y, con demasiada frecuencia, preferimos refugiarnos en la tutela de otros, en las certidumbres de otros, en los caminos mentales que otros nos señalan. Esta pereza de la que hablo no es producto de falta de inteligencia, sino de una desidia peligrosa, pues peligroso me parece confiar a nadie los íntimos resortes por los que ha de regirse nuestro cerebro.

Fue Horacio el que, por primera vez, gritó aquello de: sapere aude, ¡atrévete a saber! Siglos después, la Ilustración recogería ese grito para reforzar el empeño de cuantos, a lo largo de la historia, han optado por ser soberanos de sí mismos y de sus propias ideas, superando ingenuidades, fabulaciones, engaños, prejuicios y mitos con los que se les pretendió atenazar para siempre. El filósofo Immanuel Kant asumiría también la exhortación del escritor romano y nos animó a conquistar la autonomía de pensamiento. Sin esa autonomía, somos marionetas teledirigidas e incapaces de servir intereses que no sean intereses ajenos.

En cuanto acabo de insinuar reside la causa, quizá, por la que la educación es un tema tan disputado y provoca tan agrios debates. Determinados grupos políticos y religiosos saben muy bien que, una vez grabado a fuego un sello ideológico en la mente de los hombres, a éstos les será costoso romper inercias y buscar nuevos espacios en los que apacentar convicciones diferentes de las que se les inculcó siendo niños. En España, además, la educación no ha perseguido formar espíritus críticos, sino dóciles; no ha preparado para inquirir, sino para memorizar y retener; no ha permitido que las gentes descubran hipótesis por sí mismas, sino que cultiven tesis y adoren dogmas impuestos por un “magister”. Los que desean controlar la enseñanza conocen lo cómodo que resulta permanecer en brazos de tutores que nos liberen del fardo enojoso de pensar. ¡Es tan plácido vivir encerrados de continuo en las mismas teleras doctrinales, evitando la convulsión que supone, por ejemplo, llegar a la evidencia de que estamos equivocados y debemos hallar nuevos refugios y certezas nuevas! ¡Es tan confortable no pasar por el molesto trance de tener que “desaprender” para amueblar hoy nuestra cabeza con certidumbres que no son las que ayer albergábamos!

Cultivar la mente significó siempre, en efecto, un gran esfuerzo al que se añadieron a veces las amenazas de quienes nos aterrorizaron con todas las penas de este mundo y del otro si osábamos emanciparnos y pensar por nuestra cuenta. En determinados ambientes educacionales se nos ha señalado hasta hace no tanto tiempo los libros que podíamos leer, y los filósofos que era lícito frecuentar, y las barreras ante las que había que pararse, y los espacios que debían recorrerse sirviéndonos sólo de la credulidad y de la fe. Se trataba de un lavado de cerebro que invitaba a postergar la razón y a inmolarnos en el altar de una sumisión absoluta. Los conocimientos que se transmitían estaban ya depurados de cualquier error por diligentes censores y (aunque fuese un atentado contra la naturaleza humana y contra el progreso) padres y maestros debían ahormar a las generaciones siguientes de tal modo que éstas no sintieran necesidad de cambios ni de aventuras ideológicas. Cuando se abordaba la religión, tanto el dogma como las pautas de unión con la divinidad venían definidos por el criterio de otros y por las misteriosas revelaciones que otros habían disfrutado, por lo que, si alguien cometía el sacrilegio de atreverse a opinar al margen de lo establecido, no tardaban en prohibírselo con celo inquisitorial los guardianes de la verdad y la ortodoxia.

Aunque ahora vivimos en democracia y los tiempos han cambiado, considero que el sapere aude, ¡atrévete a saber!, preconizado por Kant, por la Ilustración y por Horacio, sigue teniendo vigencia en una época como la actual, entreverada de confusión, solapados egoísmos y vacíos pavorosos. Da pena observar a personas inteligentes, incluso con brillantes títulos universitarios, que son esclavas de las mismas perezas y desidias de antaño. Da pena constatar que les basta ocuparse de lo anodino, de lo inmediato o de lo que tiene sólo que ver con aspectos técnicos de la actividad que realizan, pues lo demás continúan rellenándolo con mitos y generalidades que en nada les permiten hacer verdaderamente suyos los porqués que dicen sustentar de su presencia en la tierra ni los porqués del maravilloso escenario de luceros, ideas y seres entre los que les toca ser actores del gran teatro del mundo. Ser actor (no simple comparsa ni mero decorado) obliga a protagonizar acciones que nadie debe asumir por nosotros. Y el cultivo de la mente es, a mi entender, la principal de esas acciones.

En resumidas cuentas, para vivir y llegar a viejos, basta dejarse arrastrar por los años. Para sentirnos auténticos hombres o auténticas mujeres, opino que necesitamos pensar y atrevernos a saber, necesitamos tener el alma embriagada de curiosidad y estar dispuestos a utilizar la razón hasta donde la razón nos lleve.
Adolfo Yáñez

Comentarios

Jesús Prieto, Chuchi ha dicho que…
Adolfo, cuanta razón tienes.

Saludos, Chuchi.
Anónimo ha dicho que…
Bravo, bravo y bravo...
Jesús Blasco ha dicho que…
Adolfo,compañero.Eres agil en transmitir mediante la escritura, el pensamiento.Expresas la realidad en todos los aspectos de la vida.¡Enhorabuena!Un abrazo.
CHONI ha dicho que…
Sigue siendo un placer leer cualquier cosa que escribes y compartir contigo tus pensamientos, una delicia,Felicidades.
CHONI

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