Andanzas y visiones españolas

Desde Olmedo fuímonos a Arévalo, otra ciudad isabelina de las que recorría y en que administraba justicia aquella reina andariega. Y este Arévalo fue de los más prontos, dicen, en acudir al llamado del rey de Navarra para batir a los moros en las Navas de Tolosa, por lo que figura en su escudo de armas un caballero saliendo de un castillo, tal como se ve, entre otras tallas, en piedra, en una graciosísima de la antigua alhóndiga.
Y este Arévalo fue de las ciudades que cuando la guerra de Comunidades de Castilla peleó contra los comuneros al lado del emperador, y de Arévalo fue el famoso alcalde Ronquillo.
Se tiende al sol de Castilla Arévalo, y a su cielo eleva las torres de sus iglesias y conventos en la lengua de tierra que forman la confluencia del Adaja con el Arevalillo. Es como en un promontorio, con escarpes pintorescos a los ríos. Y en la punta misma de esa lengua, en la altura que domina el emboque de ambos ríos y los dos puentes, álzanse las ruinas del viejo castillo.
Un macizo torreón de piedra que habla de viejos enconos y de los días de la trabajosa fragua de la nacionalidad. Y dentro de las ruinas del castillo, en el recinto de sus desgastados muros las ruinas de un cementerio en que ya no se entierra.
¿Habéis visto algo más melancólico y más lleno de sentido trágico que un camposanto abandonado, que las ruinas de un cementerio? Penetrantes son las ruinas de la vida, pero mucho más las ruinas de la muerte, las ruinas de la ruina. Un viejo cementerio abandonado, una sola tumba vacía, es acaso lo más hondo de sentir que puede encontrarse en el peregrinaje de la vida. Recordé el «Dios mío, qué solos se quedan los muertos», de Bécquer, y aquella inmortal elegía de Tomás Gray al cementerio de aldea. Más de una vez los pintores han tratado el asunto a que suele titularse «la cuna vacía», pero es más hondamente trágico el de la tumba vacía. Y recordé también —¿por qué no ha de serme permitido citarme a mí mismo?— aquel final de uno de mis sonetos:
                                  ¡Hasta los muertos morirán un día!
Parecía aquel cementerio abandonado en las ruinas de un castillo una colmena sin abejas. Los nichos abiertos nos miraban.
La ciudad misma todo recuerda menos la muerte. El tópico ese de lo sombrío de los pueblos de Castilla es un embuste.
Anchas y muy despejadas plazuelas en que niños, ancianos y adultos toman el sol, la gran plaza del mercado con sus soportales, mucho cielo arriba y mucha luz en el cielo. Y en derredor una vasta campiña de pan llevar, con acá y allá las manchas verdinegras de los pinares, y en el fondo, uniendo la tierra al cielo, la sierra coronada de nieve. Y sube de la tierra una gran serenidad a juntarse con la serenidad grandísima que baja del cielo.
Y vive en estos pueblos una casta a la que se le está calumniando de continuo, una casta serena y cauta que no avanza un pie hasta que tiene bien asentado el otro, una casta sin impaciencias, que progresa paso a paso, sin fiebre progresista, porque no quiere tener que dar pasos atrás, recelosa si queréis, pero segura. Una casta que ha sido víctima de la leyenda y de la contra-leyenda, cuya historia de hoy, de lo que hace, piensa y siente, está tan por rectificar como la historia de su antes de ayer, de lo que hizo, pensó y sintió.

Miguel de Unamuno
Hacia el Escorial
Andanzas y visiones españolas
Abril de 1912

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