Clarines de reflexión

El ser humano con los animales no se porta bien, porque los explota. Los persigue a perdigonazos por el monte, les clava dolorosos anzuelos en la boca y los saca de su medio -el agua- hasta que mueren asfixiados, o los estabula, es decir, los esclaviza.
A las gallinas para que pongan más huevos les mantienen la luz encendida. A los pollos, en jaulas donde apenas pueden moverse, les tienen que proporcionar en el pienso tranquilizantes para que no se vuelvan locos y se picoteen entre ellos hasta destrozarse. Pero quizás la muerte más torturante sea la de los cerdos. De los 20 millones de cerdos que hay en España una cuarta parte se encuentra en Cataluña.
La sangre del cerdo es muy importante para la elaboración de las morcillas y, por tanto, no se le puede dar una descarga eléctrica, sino que hay que clavarle un cuchillo en el cuello para que se desangre poco a poco. El cerdo chilla, y "chillar como un cerdo" no es ninguna metáfora, sino que es uno de los chillidos más penetrantes que uno pueda recordar.
Los rapes nacidos para surcar los mares se apretujan en los esteros. Las truchas, creadas para surcar alegremente los ríos, se golpean unas a otras en pequeñas piscifactorías. Y a las vacas una máquina les ordeña todos los días, sin que tengan que alimentar a ningún ternero.
El Parlamento catalán, buscando la felicidad de los ciudadanos, ha intuido que vivirán mejor si prohíben las corridas de toros. Pero los toros también sufren en los "bou al carrer" y es indiscriminada y cruel la matanza de pájaros a través del parany. Antes que en el Parlamento, debería abrirse un amplio debate sobre el trato a los animales en toda la sociedad, porque centrarse en las corridas de toros parece discriminar a gallinas y cerdos, algo así como si nos llegara la siguiente advertencia: "No a los toros, pero que nadie se meta con mi butifarra, ni me toque los huevos".
Luís del Val

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