Refranes y proverbios en el Siglo de Oro.


Según un personaje de Baltasar Gracián, la gente del Siglo de Oro considera a los refranes como «evangelios pequeños» que expresan una sabiduría recogida en el precipitado de la tradición, extendida a través de esa cultura oral tan viva en otras épocas y que la televisión se ha encargado de enterrar en la nuestra. Los humanistas más importantes (el famoso Erasmo de Rotterdam entre ellos) preparan colecciones de refranes y dichos proverbiales, pues, como apunta el sevillano Juan de Mal Lara en su Filosofía vulgar «no hay parte en la filosofía adonde no se pueda aplicar bien los refranes». Julián de Medrano en la Silva curiosa (1583) que dedicó a la reina de Navarra defiende que el refrán es adecuado para «toda conversación virtuosa» de damas y caballeros…

La Celestina o Sancho Panza son grandes aficionados al refrán. En el paso del siglo XVI al XVII el hablante popular sigue apreciándolos, pero se produce una reacción antipopularista, que abomina de las muletillas y frases hechas, interpretadas ahora como evidencia de la pereza mental y la corrupción de la lengua. Quevedo en su burlesca «Premática de 1600» prohibe rigurosamente esos «bordoncillos inútiles que tienen enfadado al mundo», y recoge muchos en el «Cuento de cuentos», donde «se leen juntas las vulgaridades rústicas que aún duran en nuestra habla, barridas de la conversación», obrita en la que dice el poeta «he sacado a la vergüenza todo el asco de nuestra conversación, que si no tuviere donaire ni mereciere alabanza, no carece de estimación el trabajo en recoger tan extraños desatinos».

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