LA SULAMITA

Lo que resulta ahora es que, como nosotros dábamos tanta Historia Sagrada en la escuela, los que entonces éramos muchachos nos sabíamos muchos nombres e historias que ahora ya los jóvenes de ahora ni se los pasa por la imaginación. Y los días de escuela que más nos gustaban eran precisamente los miércoles, porque era el día que dábamos Historia Sagrada casi toda la mañana; y era lo más bonito, cuando la historia de Esaú y Jacob, por ejemplo: cuando Esaú llegó muerto de hambre a su casa, después de estar cazando todo el día, y vio a su hermano Jacob que se estaba comiendo en la cocina un plato de lentejas, y se lo cambió por la primogenitura, que era una cosa que había entonces, una ley que decía que todo pertenecía al hermano mayor. Y luego también, cuando Jacob se puso la piel de un cabrito sobre los hombros, y su padre, que estaba ciego, le confundió con Esaú que tenía mucho pelo en los brazos y en todo el cuerpo. Y lo mismo cuando Jacob iba a buscar novia para casarse y se encontró con su prima Raquel que estaba dando de beber a las ovejas, o cuando ya era viejo y lloraba cuando le trajeron una túnica de su hijo José y él creía que le habían devorado los leones. ¡Cuidado que era bonito! Y lo de la hija del Faraón que iba a bañarse al río y se encontró a Moisés en una canasta de la ropa que le habían puesto pez para que no entrase el agua.
¡Cuidado que era bonito!

Todas estas historias decía la Historia Sagrada que venían en la Biblia, pero que ésta no se podía leer. ¿Y por qué no se iba a poder leer? «Pues, ¿sabéis por qué no se puede leer?», dijo Ignacio. «Pues yo sí que lo sé: porque cuenta todo lo de los hombres y las mujeres, y yo lo he leído». Y, entonces, nos contaba que un día el rey David se había asomado a la ventana y había visto a una mujer desnuda, bañándose en un huerto. Y que también se decía allí en la Biblia esto y lo otro de los pechos y los muslos de otra mujer: la Sulamita se llamaba, dijo. «¡Hala!, decíamos nosotros, no puede ser». Así que ya nos trajo un libro de la Biblia de su casa, que la tenían allí en el sobrado, en un baúl viejo, de un tío suyo cura, hermano de su abuelo, y él se la había encontrado rebuscando cosas; y, allí en el huerto o jardincillo de mi casa la empezamos a leer muchos días debajo de la higuera. Y de vez en cuando, teníamos que decir: «¡Hala!», pero que siguiera leyendo hasta que apareció lo de los pechos y los muslos de la Sulamita, aunque ninguno queríamos leerlo en voz alta y nos pasábamos el libro apuntando con el dedo los renglones: «¡Ahí, ahí!». Y también decía allí que la Sulamita bajaba al huerto con su amado, y se escondían. «¡Hala!». 

Y dijo Ignacio: «Pues estas cosas son las que don Abdón lee en la iglesia, sólo que en latín». «¡Hala!, decíamos nosotros. Eso sí que no puede ser. ¿Cómo va a leer eso?». Porque era la palabra de Dios la Biblia, nos decía don Abdón en la catequesis. ¿Y entonces? No sabíamos lo que pensar, pero que, de todas maneras, nos teníamos que confesar por haber leído la Biblia, ¡qué remedio! Pero dijo Ignacio: «¿Y si os pregunta don Abdón en qué pensabais, cuando leíamos lo de los pechos y los muslos y el pelo negro?». Porque era verdad que todos habíamos pensado en seguida, mientras leíamos todo eso en la Merceditas precisamente, que se la notaban mucho los pechos y tenía un pelo muy negro, y era muy morena, y tendría bonitos muslos, ¿no? «Como columnas», decía también Ignacio. «¡Hala!», decíamos nosotros. Pero ¿cómo íbamos a decir esto? No sólo porque nos daba vergüenza, sino porque la comprometíamos a la Merceditas, y ella no sabía nada de nada, ni que pensábamos en ella, cuando leíamos lo de los muslos y los pechos, o que la llamábamos «La Sulamita». Y así lo dejamos; aunque seguíamos leyendo y leyendo también otras cosas, y lo de Job, que estaba sentado en un muladar, y nos extrañaba, ¿no? Hasta que un día que estábamos en la catequesis y dábamos también allí Historia Sagrada, fue Ignacio y dijo, cuando le preguntaron, que Salomón era hijo de David, pero que había tenido antes un hermano mayor, que se murió de pequeño y había nacido antes de casarse sus padres. Y entonces don Abdón se paró un poco y le dijo: «¿Y cómo sabes tú eso?». Y contestó Ignacio: «¡Anda!, pues porque sí, porque lo sé». Pero al final nos estrecharon el cerco y tuvimos que contar que habíamos leído la Biblia. Y se armó una, y nos castigaron. Pero luego ya, la Merceditas se fue a aprender corte y confección a algún colegio o academia, y ya fuimos dejando de leer la Biblia. Aunque era bien bonita y estaba, además, bien encuadernada la Biblia del tío cura de Ignacio, hermano de su abuelo, que ponía al principio con letras rojas de imprenta: «Bernabé Fernández, Presbítero»; y cuando la tuvimos que entregar a don Abdón, como habíamos leído mucho lo de la Sulamita y los dedos se habían señalado, tuvimos que andar borrando bien las huellas con miga de pan, que es el borrador mejor. Y todavía se notaba un poco, cuando acabamos; pero, como la Biblia no se podía leer, ¿a ton de qué iba a andar don Abdón fijándose, no? Y la entregamos. Pero bien bonita que era.

José Jimenez Lozano
Los grandes relatos

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