Se oye sin querer. Se escucha queriendo

En alguna ocasión hemos aludido en esta sección a la diferencia entre ‘oír’ y ‘escuchar’.
¿No notan ustedes que de un tiempo a esta parte todo ‘se escucha’ y que ‘se oyen’ muy pocas cosas? Me refiero concretamente a enunciados como ‘En las casas de ahora las paredes son de papel porque se escuchan hasta los ronquidos de los vecinos’; ‘Los disparos se escuchaban por todas partes’; ‘Habla más alto, por favor, que no te escucho’; ‘De repente, se escuchó un ruido ensordecedor’; o ‘No se escucha bien esta canción’.
Ejemplos como los anteriores chocan con mi competencia de hablante nativa y deduzco que estamos asistiendo a un uso –creo que abusivo– de ‘escuchar’ en lugar de ‘oír’.
Aparentemente podría argumentarse que los hablantes han seleccionado una forma como preferida, lo que implica que la otra queda arrinconada. Este argumento sería válido si los significados de los verbos ‘oír’ y ‘escuchar’ coincidieran; incluso sería lo esperable, si aplicamos el principio de economía lingüística.
Pero no es el caso: ‘Escuchar’ (procedente del latín ‘auscultare’), según recogen los diccionarios, es prestar atención a lo que se oye; y ‘oír’ (del latín ‘audire’) es percibir un sonido por medio del sentido del oído. La diferencia radica en que para oír algo lo único que se requiere es que no haya fallos en el sistema auditivo, mientras que para escuchar se requiere, además, intención, voluntad o atención. Las personas privadas del sentido del oído no pueden oír o, dependiendo del grado de sordera, lo hacen de forma imperfecta; El resto de las personas solo tiene que taparse las orejas si no quiere oír y dejar de prestar atención si no quiere escuchar.
Esto quiere decir que ‘oír’ tiene un significado más amplio que ‘escuchar’: se puede oír sin escuchar pero no se puede escuchar sin oír. De ahí el uso tan generalizado de oír, se ponga o no atención, a lo largo de la historia de la lengua, uso comúnmente aceptado que se justifica por su amplitud significativa. Por eso se habla de los oyentes de la radio (o de los radioyentes). Esto no quita para que a veces puedan producirse enunciados ambiguos como ‘Todas las mañanas oigo la radio’: podemos oír la radio sin enterarnos de lo que oímos (porque no somos sordos) o atendiendo a lo que se dice (estamos escuchando aunque digamos que oímos).
El caso contrario –que es el que esta semana nos ocupa–, el uso indiscriminado de ‘escuchar’ por ‘oír’, es un caso de impropiedad léxica porque la voluntariedad y la intención solo son aplicables a ‘escuchar’. Por tanto, las formas más apropiadas de los ejemplos de arriba, siempre en ausencia de intención o voluntad, serían: En las casas de ahora las paredes son de papel porque se oyen hasta los ronquidos de los vecinos; Los disparos se oían por todas partes; Habla más alto, que no te oigo; De repente, se oyó un ruido ensordecedor; No se oye bien esta canción.
Si intentamos buscar alguna razón que explique este uso, casi generalizado, puede que los profesionales de los medios de comunicación tengan bastante que ver: lo quieran o no, funcionan como modelo de uso de la lengua para el resto de los hablantes; y a nadie se nos escapa –a poca atención que pongamos en sus mensajes– que la mayoría utiliza con profusión el verbo ‘escuchar’ como sinónimo de ‘oír’. No sé si este uso tendrá algo que ver esa tendencia a considerar más cultas las palabras largas o será por casualidad.
Pero hay un dato más que no quiero dejar de lado porque podría explicar algunos de estos usos que hemos etiquetado de indiscriminados o de abusivos: En Hispanoamérica es muy frecuente el uso de ‘escuchar’ por ‘oír’ como algo sistemático, es decir, que se escucha todo: una grabación no se escucha bien o se escuchan los ruidos de la calle. De manera que tal vez en el incremento de este uso en el español de España algo tengan que ver los inmigrantes hispanoamericanos, hipótesis solo un estudio serio y riguroso sería capaz de confirmar.

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