«Jennifers»

María Bárbola —«mujercillas de placer» y hasta «sabandijas» se llamaba a estos inocentes seres que con sus gracias y ocurrencias divertían en la Corte— está en Las meninas junto al bufón Nicolasillo Pertusato y al perro; pero ya todo el mundo se extraña de su nombre, que es simplemente Bárbara; aunque, si María Bárbola se llamara Bárbola de Braganza, ya se lo habríamos cambiado. Pero está bien así: María Bárbola. En realidad ese nombre ya suena tan bonito como Amparo, Olvido, Tránsito o Consuelo —los viejos nombres españoles de mujer— como también aquellos otros que en el poema de Unamuno se dice que escribían los estudiantes salmantinos en los pupitres del aula de Fray Luis de León: «Allí Teresa, Soledad, Mercedes, / Carmen, Olalla, Concha, Blanca y Pura». Pero ahora —claro está, no solo en las aulas sino en la última aldea— hace ya tiempo que han desembarcado las Jennifers y Vanessas, como para los hombres los Jonathan y los Brian; es decir, los nombres patricios del Imperio (como antiguamente Julio y Cayo) o, mas bien, los de la televisión, en vez de los del calendario. Pero así son las cosas.

El asunto quizás plantee algún problema, de todos modos, a la hora de componer nombres familiares y cariñosos diminutivos con los nuevos nombres. De momento se ha optado por síncopas, pero todo se andará. No hay que olvidar que los atados en forma rectangular que hacen las cosechadoras comenzaron llamándose «pacas», porque eso fue como las casas importadoras tradujeron packet. Pero, al poco tiempo, este nombre se convirtió en alpaca, que es una hermosura y añade un significado más a la polisémica palabra en castellano: un animal andino, su piel, la plata baja, una tela sedosa para vestido de verano. Y eso es lo que pasará con las Vanessas y Jennifers. Seguro, o la lengua habría muerto.

José Jiménez Lozano

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