Arriba, en el Templo del Loto

Arriba, en el Templo del Loto, mucho más allá del Palacio de Jade, el invierno adorna con frío cristal las orillas del arroyo. Cada noche los siete veces siete monjes recitan, con parsimonia sublime, los mil millones de nombres de Dios. Sentados arriba, en las terrazas del templo, cumplen a diario con su discreta retahíla. Dice la leyenda que un lejano día, cuando pase mucho tiempo, los monjes terminaran por declamar la larga lista. Ese día, dicen, los mil millones de estrellas que lucen en el cielo se apagarán y habrá llegado, por fin, el fin del mundo.
Cada noche de invierno, en días de luna llena, los monjes bajan antes a sus aposentos. Cuando la luna asoma por el sur, su fulgor oculta las estrellas y entorpece el suave meditar y las apacibles letanías.
Cada noche de luna llena el Guardián, sentado en lo más alto de su estrado de piedra, hace gestos a uno de los monjes. “Ven, acércate. Llégate hasta mí” le dice agitando su mano.
A veces un joven novicio, ávido de aprender, incauto, se acerca hasta la grada. Otras veces es un anciano monje, aburrido de la sempiterna cadencia, el que se acerca buscando algo que le despierte antiguas y casi olvidadas emociones.
El monje se acerca y el Guardián sujeta su cerviz mientras señala con la otra mano al tiempo que le dice: “Mira, ahí puedes ver la luna, la blanca y brillante luna”.
Su mano alzada, señalando, está colocada de tal forma que el pobre acólito no puede sino ver un dedo arrugado y nudoso. Pese a sus intentos de mover la cabeza la férrea mano le impide hacerse a ningún lado. De esta forma no puede ver sino el dedo del Guardián que señala de forma insistente a la tapada luna.
Avergonzado, cabizbajo, el monje, una vez libre, corre a buscar las cercanas escaleras que le llevan a su celda.
En una fría noche, en el Templo del Loto, mucho más allá del Palacio de Jade. Donde el invierno adorna con cristal las orillas del arroyo.
Juan C. López
Octubre de 2010

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