Han secuestrado mi estatua

Arévalo es la ciudad donde nací, y es una ciudad fronteriza con cuatro provincias: con Ávila, con Salamanca, con Valladolid y con Segovia. Podría ser un pueblo de las cuatro, pero administrativamente es de Ávila. La tradición de Ávila es que siempre ganaban las derechas; ahora no se ha interrumpido la tradición porque Adolfo Suárez es de Ávila y era lógico que esa tradición no se interrumpiera. Pero Arévalo era antes eso que llamaban una ciudad “librepensadora”. Tenía poetas liberales, republicanos con aromas de 1873, socialistas jóvenes de las camadas de 1917, y hasta comunistas de la III Internacional. Los republicanos y excelentísimos señores Claudio Sánchez-Albornoz y uno de los hermanos Barnés, que fue ministro de Educación Nacional –antes Instrucción Pública- triunfaban siempre por Arévalo, y Ávila en su conjunto prefería curas diputados o propietarios de la tierra. En esta ciudad había nacido también el poeta lírico más importante del siglo XIX, que fue Eulogio Florentino Sanz y Sánchez, aquel que estrenó el Quevedo y salió entre antorchas, cosa que nunca le ha sucedido a Buero Vallejo, y escribía en La Ibérica del republicano Pedro Calvo Asensio. Esta es mi ciudad. Mi padre fue un telegrafista que incomunicó a España en la huelga de 1909, y yo fui becario de todos los ayuntamientos de la República, incluido el Ayuntamiento del Frente Popular de 1936. La guerra la pasé como “el fugitivo” de la televisión en la zona republicana y luego mi vida fue periodística, política y literaria.

Un día el escultor Juan de Ávalos me hizo un gran busto y lo tenía puesto en mi casa. Un alcalde, hace varios años, en nombre de toda la corporación, y con el acuerdo correspondiente, me pidió esta estatua para ponerla en la plaza, precisamente enfrente de la de Eulogio Florentino Sanz y Sánchez, que la puse yo, y la hizo Ávalos también, para perpetuar allí al autor de la Epístola moral a Pedro, el gran monumento de la lírica del XIX. El día que pusieron mi estatua no estuve allí, porque yo puedo divertirme de los demás, como hacía Quevedo, pero no admitiría nunca divertirme de mí mismo. Yo no podría aguantar mi regocijo viendo mi bronce en la plaza. Así es que fue mi familia, mi pueblo queridísimo estaba allí, y cuando iba a la ciudad por mi gusto personal o por mis deberes parlamentarios (porque yo era parlamentario por Ávila, como también lo fue Larra) daba un rodeo si había que ir por los alrededores de la estatua para no verme allí en esas condiciones, en bronce, con los brazos remangados y mirando al futuro problemático de todo. Lo más que hice fue hacer a mi estatua este soneto:

Delante de mi estatua me contemplo,
en bronce prorrogada mi figura;
tiene altivez el gesto, y la postura
podría ser de la arrogancia ejemplo.

Hay un fulgor de fe inmoderada
y un cansancio asumido en el semblante;
se nota la ironía en el talante
y el sarcasmo se apunta en la mirada.

Tengo un libro en las manos, enhebrado,
para decir quién soy, diáfanamente;
mientras cruzo mis brazos remangados.

Se ha querido decir muy claramente
Cómo es mi vida: dura y agitada;
y el bronce ha sido fiel expresamente.

El otro día me llamó el alcalde y me dijo: “Tu estatua ha sido secuestrada anoche.” No pude reprimir cierto júbilo literario. De esto no había habido hasta ahora. Todavía la están buscando, cuando escribo esto. En seguida pregunté: “¿Quién ha sido, las derechas o las izquierdas?” No era ninguna pregunta ocurrente. Tengo para mí que las dos podrían haber tenido este recóndito deseo, y hasta podría estar justificado, dentro de lo injustificado que es secuestrar una estatua. El alcalde me dijo en seguida que no. En Arévalo tenía mi sitio en todos ellos en bronce. Mi deber era suponerlo. Las derechas en el viejo régimen no me dieron cuerda, y algunas gentes muy caracterizadas me decían que yo era “de la otra zona”. Las izquierdas lamentaban en aquel tiempo que yo estuviera donde estaba, cuando tenía que haber hecho lo de mi amigo, y mi antiguo camarada, Dionisio Ridruejo. Todo esto lo explicaré un día en mis Memorias y la gente se va a divertir; pero las cosas son como han sido. Me escriben ahora algunos comunistas de Barcelona, y dos de ellos me han dicho cosas muy nobles y halagadoras. Luis Buil me dice: “¿Qué hacías con aquella gente? ¿Oportunismo? ¿Necesidad de sobrevivir? Porque yo creo que tú, en el fondo y casi en la superficie, eres un revolucionario que ni siquiera tu semántica ha podido ocultar.” Me dice que lee mis Crónicas malditas y que admira cómo me margino “de manera masoquista”. Ni aquello ni esto. Tengo encima más literatura que política, más pensamiento que maniobra, más pecados inocentes que virtudes documentadas, más críticas que alabanza, más protesta que adhesión, más rebeldía que aborregamiento, más universalidad que tribu. Yo no sé dónde se encuadra todo esto. A lo mejor en la abstracción. Por eso me pusieron enfrente de Eulogio Florentino Sanz y Sánchez. ¿Quién habría secuestrado entonces mi estatua? Probablemente la concreción. La concreción es la política, la mala leche, el resentimiento pardo, la vesícula biliar, el hijo de puta, el gamberro lúdico, el complejo de inferioridad, el oscurantismo tradicional, el revolucionarismo de las cavernas, el señorito chulo, la payasada local, el Torquemada católico, todo eso que encabronó a los clásicos, alumbró con dolor la ilustración, hizo centrífugo el siglo XIX, y nos obsequió con un millón de muertos en este. Y la cosa colea. Tampoco descarto que haya sido un anticuario –más por el bronce y por Ávalos que por mí-; o una mujer enamorada de otro tiempo, cuando yo ejercía sobre los oídos con mis palabras, que hubieran hecho palidecer a Hartzenbusch, o sobre eso que dice Rocío Jurado que se ejerce el amor; o un cura joven de esos que se casan y dicen que san Pablo era el Alfonso Guerra del cristianismo; o un admirador mío que prefiere mi bronce a mi autógrafo. ¡Cualquiera sabe! Las autoridades han buscado en el río Adaja, allí donde yo descubrí la abstracción sobre un puente romano; o bajo el castillo, donde se oye la dramática concreción de la Historia, desde aquel Alonso I el Católico en adelante.
Me figuro todo el país sometido a las bandas de secuestradores de estatuas y sueño con Valle Inclán. Esto es una pura delicia literaria. España está plagada de estatuas ecuestres, de tribunos de la nación o de la plebe, de generales a lo Prim o a lo Espartero; de Sagrados Corazones de Jesús, de frailes misioneros, de escritores a lo Galdós, o a lo Pereda. España tiene su historia imperecedera en las estatuas.
En cuanto haya una razzia de estatuas nos quedamos sin justificar los jardines, los parques, las plazuelas y la identidad. Ya no nos quedaría más que los anticuarios, pero allí la Historia aparece desordenada, y, en ocasiones, falsificada. Allí un día puede aparecer Carrillo, y lo puede confundir una dama del siglo XXI con un misionero del Amazonas. Mi gran preocupación es la desfiguración de mi estatua. Me he pasado la vida diciendo cómo soy, y no siendo objeto de compra, y a lo mejor me vendo en mi estatua por un anticuario de Orense diciendo que yo fui el secuestrador de Kunta-Kinte en el siglo XVIII. La estatua está sin gafas, porque Ávalos me dijo que no es un instrumento escultórico, y por eso puedo ser presentado en el futuro como un pescador holandés, como un nacionalista vasco, o como uno de los fusilados de la Moncloa, no por la Moncloa.
Confío en que mi estatua me sea restituida, porque es mía y prometo no entregarla a ninguna corporación municipal, ni ponerla en ninguna plaza. Quiero que vuelva a su sitio, cerca del pintor Velasco, que es uno de mis pintores de este siglo; lo siento por Eulogio Florentino Sanz, porque hablábamos de bronce a bronce, sobre los tres “jamases” de Prim, sobre Viena, sobre La Ibérica, sobre lo que vimos cada uno de personajes y de acontecimientos, sobre el romanticismo y el postismo, sobre sus contemporáneos y los míos. Me voy a quejar a don Claudio Sánchez Albornoz, que afortunadamente vive todavía, para que se adhiera a la búsqueda de mi estatua desde la Edad Media, que es desde donde se está hablando hoy al país. A lo mejor tengo suerte y un contemporáneo del siglo XIII me la devuelve.

Emilio Romero Gómez

Comentarios

Jorge valle ha dicho que…
Sólo el detalle mínimo, entre tanto texto anecdótico, de recordarse como "parlamentario" por Ávila define perfectamente a este señor. Lo que fue es Consejero Nacional del Movimiento y Procurador en Cortes por Ávila, que no es exactamente lo mismo.

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