Evaristo "el Ciego"

Se ha marchado el coche de línea Madrid-Arévalo-Salamanca, y en el acreditado y concurrido establecimiento de Marino “El Pavero” vuelve a reinar la calma. Dos viajantes de comercio escriben y pasan sus notas en uno de los veladores del amplio ventanal que enfoca el moruno Arco de la Cárcel. El cerillero del bar, más conocido por “el Cojo de las muletas” que por Esteban Quintero, se estira en una silla y lee una novela picaresca sin mover su cuello corto y torneado. Acodados en el reluciente mostrador, unos labradores endomingados y eufóricos se tiran al coleto sendos “tanques” de cerveza. De repente retumba en el rebajuelo techo la voz potente y alargada de Evaristo “el Ciego”:
―¡Aprovechen, caballeros, que les va a tocar el gordo! 
Una perrita negra, de raza indefinida, tira de la cadenita ligada al collar y, sorteando sillas y veladores, sin tropezar en ninguno, lleva a su dueño hasta el mismísimo trono del “bebercio”. La perrita lame unas cascaras de gambas y olfatea y rebusca los restos de las tapas que suelen caer los consumidores nerviosos. Evaristo, limpio, aseado, con sus gafas ahumadas y su gancha colgada en el brazo izquierdo sigue repitiendo insistentemente: 
―¡A ver señores, a quién le doy la suerte! 
Le invito; me reconoce por la voz, y acariciándome las manos me da las gracias. El vasito de vino matado con seltz abre las puertas de nuestra charla. 
―¿Dónde nació usted, Evaristo? 
―En Bernuy de Zapardiel. He sido mozo de labor. Me gustaban tanto las faenas agrícolas, que nunca me acobardaron el sol, ni la ventisca, ni las tierras grandes, por muy espesos y crecidos que estuvieran los panes. Después me casé con una mujer castellana, buena y honrada. Pero surgió la guerra Civil y, en el frente de Brunete me alcanzó un morterazo, me destrozó la cabeza y me dejó completamente ciego. Evaristo me enseña unas profundas cicatrices en la frente y sien izquierda. 
―Lo que yo he pasado, solo Dios y yo lo sabemos― exclama compungido y resignado. En la cara pálida del ciego se reflejan tristes y dolorosos recuerdos. Evaristo sigue su historia: 
― Cuando ya casi estaba restablecido ingresé en el Hogar-Escuela “Francisco Franco”. Allí aprendí a leer y a escribir en relieve con otros compañeros de infortunio, y para saber la hora en que vivíamos, me regalaron un reloj especial para ciegos, consistente en una esfera de cristal; los números abultados, y las manecillas grandes y largas. Los profesores me querían mucho, pero aquel silencio y aquella amargura me desesperaban. Yo estaba acostumbrado a trabajar y quería trabajar, pero no en Madrid, clavado en una esquina repitiendo eso de “¡Llevo los cuarenta iguales para hoy!”, sino gritarlo por las calles de Arévalo y estar más al lado de mi pueblo y de mi familia. La Organización Nacional de Ciegos me concedió la venta de cupones y aquí me tiene usted desde el 1947, con mi casita propia y rodeado cariñosamente de mi mujer y de mis hijos. 
―¿Cuántos tiene usted? 
―Cuatro: dos varones y dos hembras. Uno está colocado en Madrid, en la Electra Madrileña, y el otro, que era el que salía conmigo, también está en Madrid, empleado en una empresa de transportes. La chica mayor, que nació estando yo en el frente, presta sus servicios como dependiente en la droguería Suma, y la pequeña va al colegio de las Amantes de Jesús. Todos me ayudan y todos nos vamos apañando sin necesidad de recurrir a las almas caritativas. Yo era un obrero y quiero continuar comiendo el pan que yo gano, porque el pan que gana uno mismo alimenta mucho más. 
Después de este relato conmovedor le pregunto por lo bajo: 
―¿Cómo se llama la perra? 
―“Chini”. Es una alhaja. Con ella recorro todo Arévalo de punta a punta y no me deja chocar con nada ni con nadie. Es más lista que el hambre. No la falta más que hablar. Basta con que la dé una voz o la indique con el bastón el camino por donde quiero ir, y sin separarse de mi vera me lleva a los establecimientos o casas particulares donde me compran los cupones. 
―¿Vende usted muchos? 
―Unos ciento cincuenta diariamente. Desde luego, bastantes más que cuando vine, y eso que entonces vendía la tira a dos pesetas y ahora la vendo a diez. 
―¿Ha dado usted muchos premios? 
―Sí señor; muchos. Algunos hasta de diez mil pesetas. 
―¿Quién los manda? 
―La Delegación de Ávila, que pertenece al Centro Orgánico de Salamanca. 
―¿Y cómo se las arregla usted para repartirlos? 
―Pues muy bien. Yo retengo en la memoria los números y los nombres de las personas a quienes he dejado los que han resultado premiados, y la “Chini”, con su incomparable instinto me conduce a los domicilios que yo la digo. Ella me mete por entre los coches aparcados, me libra los martes de los pisotones y codazos de la muchedumbre, y cuando ve que viene algún vehículo me lleva a la acera o me mete en un portal. Me guía tan bien que muchos forasteros creen que veo. ¡Ojalá! 
Sus gafas negras se clavan en nosotros y calmoso y tranquilo balbucea: 
―A mí lo que más me emociona y estremece es la música. ¡Cuánto siento no saber tocar ningún instrumento! Pero ya tengo cuarenta y ocho años y a mi edad entran mal los aprendizajes. 
―¿Se aburre usted? 
―Pues, no señor. Por las mañanas salgo a pregonar a las diez y regreso a casa sobre las dos. Las tardes las mato entretenido en cualquier cosilla, sin acordarme de mi desgracia. 
―Después de aquella maldita explosión, ¿qué sentido se le ha desarrollado más? 
―El del oído y el del tacto. Oír, oigo el ruido más insignificante, y conocer, conozco a mucha gente con solo pasarla la mano por los hombros o por el pecho. 
La perrita pone las manos sobre las rodillas de Evaristo, y nosotros le preguntamos: 
―¿Cuánto años tiene la “Chini”? 
―Seis. El día en que la toque viajar en el carro de la basura yo no sé qué va a ser de mí. 
―Pues será un día de luto, porque la “Chini”, para usted, es necesaria e imprescindible. Y eso que nos han dicho que usted, en previsión, está acaparando precintos de las cajetillas de Bisonte. 
―Efectivamente, los guardo, y los guardo como oro en paño, porque alguien me ha dicho que juntando un kilo, una señora extranjera, tan respetable como virtuosa y caritativa, me le canjea por un perro lazarillo especial para ciegos, educado y preparado en una escuela especial de Holanda o de Suiza. 
―¿Y tiene usted muchos? 
―Sí, señor. Anteayer los pesó mi familia y me dijeron que ya pasaban de los setecientos cincuenta gramos. 
Nos despedimos de Evaristo, quien valiéndose de su bastón y de su “Chini” se va alejando sin cesar de repetir su estridente soniquete: 
―¡Aprovechen, caballeros, que les va a tocar el gordo! ¡A ver, señores, a quién le doy la suerte! 
Y nosotros, contemplándole con simpatía y agrado, pensamos que entre los hombres buenos, cariñosos y agradecidos ocupa un lugar preferente, dentro y fuera de Arévalo, Evaristo “el Ciego”.

Marolo Perotas
Cosas de mi pueblo 
Junio de 1959
(Fotografía propiedad de 
Paquita Hernández Muñoz)

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