Nos sacudimos el invierno con sus leños y su, a veces,
bendita soledad para encontrarnos de tú a tú con otra primavera que viene a
recordarnos que cualquier tiempo pasado fue peor. Sale a recibirnos con una
alfombra verde esperanza donde, lienzo a lienzo, se recrea ese “locus amoenus” en
el que volveremos a citarnos con amores hibernados y pasiones nuevas. Es la
evolución natural de la prosa al verso y de la prédica a la lírica; es la
desnudez necesaria para que el hilo rojo invisible alcance de un meñique a otro
por obra y gracia del dios lunar.
Los surcos de marzo rebosan el aliento que precisamos para
seguir creciendo y creyendo; los pájaros del alma anidan en ramas vírgenes y el
hogar nos acoge en torno a una mesa de pan reciente.
Escapa del invierno de la cárcel el místico fontivereño; su
memoria acoge los sublimes versos del “Cántico”:
Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.
El milagro de la poesía se hace carne cuando el poeta
vislumbra a la legua una lluvia de verbos que son versos y que vienen a
quedarse, a prender como esqueje en esta tierra preñada de anhelos. Una savia
nueva se impele desde el corazón, transita por las arterias y penetra en la
pluma hasta el cálamo para derramar su pasión sobre la hoja desierta.
¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro.
Fray Juan, que anduvo estos caminos y estas cruces, observa
con piedad desde el túmulo segoviano cómo sus palabras han encontrado eco en
esta su tierra de La Moraña: los paisajes recreados por Segundo Bragado,
alcaraván morañego; la ternura de Isa Mary Coll en sus piñatas de poemas; la
rebeldía de la prosa de Iván A. Enríquez; la flaqueza y la tenacidad de los
monstruos de Elena Clavo; el amor que reverdece en el verso de Sylvia Fernández…
Todos ellos artesanos de una obra que trasciende a su persona,
lejos de artificios y composturas, cerca de un pueblo que aprecia ese don
cuando lo recibe sincero y transparente; maestros del léxico que, como a Lorca y
Neruda, no se les podría identificar porque son de la “poesía secreta”. Creadores
de campo y zurrón que transitan sin estrambóticos ropajes, sin alardes ni
jactancias, anónimos y sin más pretensión que la palabra inquieta.
Poetas de oficio, virtuosos que llegan al alma sin vulnerar
su esencia, haciéndonos dueños de su obra sin licencias ni rúbricas. “A mi
trabajo acudo, con mi dinero pago”, pueden afirmar con el poeta soriano de
Sevilla, y sostienen la esperanza como el olmo herido por el rayo. Machado se
ampara en su tristeza ante la inminente muerte de Leonor.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
Y el columnista no añade un solo verso porque, aun siendo
día tan señalado, como dice José Hierro: “La poesía se escribe cuando ella
quiere”. Si acaso, y con el permiso de Nuestro Señor, suma una más a sus
bienaventuranzas: “Bienaventurados los poetas porque de ellos es el reino de
los versos”.
Javier S. Sánchez
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